La utilización del espacio público

Barcelona, civismo de verano

No es sensata la crítica simple al turismo, menospreciando su importancia en la creación de riqueza

Barcelona, civismo de verano_MEDIA_1

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RAFAEL Pradas

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Disfrutar de Barcelona en verano, de sus calles, terrazas, parques y playas, es un gozo. De hecho, todas las ciudades parecen tener ganas de buen tiempo; fíjense como berlineses o parisinos, en cuanto pueden, se lanzan a la calle, los paseos o las riberas de los ríos para deleitarse con sol y aire libre.

Sin embargo, el verano puede ser conflictivo desde el punto de vista urbano. Con mal tiempo -viento, frío, lluvia, nieve- los líos se resuelven en casa, pero con calor a veces ganan dimensión pública. Novela y cine negros nos recuerdan que es época de pasión y desasosiego y es fácil socializar la bronca. Tópicos aparte, es cierto que las ventanas abiertas, el ruido callejero o doméstico, los olores del patio de luces, la concentración de gente en calles, playas o terrazas no siempre facilitan la convivencia.

Es un hecho, en Barcelona y otras ciudades mediterráneas, europeas, que la presencia masiva de personas -no todas turistas en sentido estricto- en ciertas calles, plazas o zonas, como meros paseantes o consumidores de servicios de restauración, ocio, etcétera, puede producir cierto malestar entre sus habituales vecinos o residentes. Ocurre en los barrios históricos, como Gòtic, Born o Barceloneta, pero también en zonas famosas por sus monumentos o locales de ocio como Sagrada Família o Gràcia.

Un cierto conflicto por el espacio, con o sin turistas, está a menudo latente en barrios populares, donde pisos pequeños, de poca calidad y sobreocupados y la tradición cultural fomentan la presencia en la calle y, en consecuencia, la saturación del ámbito colectivo. Hacer vida de vecindario y compartir la calle es más habitual y difícil en el Raval o Nou Barris que en el Eixample y no digamos en el Turó Park. En los barrios populares, además, con la nueva inmigración surgen formas culturales y realidades (fiesta, música, comida, hábitos, la propia sobreocupación de pisos ya comentada) que a veces chocan con rutinas establecidas.

Cada verano se repiten dificultades ya conocidas. Una de ellas es el ruido nocturno, que este año agrava por los fumadores a las puertas de los locales. Indefensos ante los escapes de las motos o los camiones de basura, los ciudadanos solemos dirigir nuestra ira hacia otros vecinos permanentes u ocasionales. Eso cuando no actuamos nosotros mismos como consumidores -o depredadores- del espacio público. Con facilidad dejamos de ser víctimas para creer que la calle nos pertenece en exclusiva.

Y eso no es verdad. En Barcelona existe un pacto tácito

-no escrito, pero vigente desde la recuperación de la democracia- que deja claro que el ámbito público no es propiedad de nadie en exclusiva a pesar de algunas inevitables especializaciones. La ciudad es patrimonio colectivo y, en consecuencia, el espacio debe ser compartido (para el descanso, el ocio, la fiesta o la reivindicación, que todo cabe). Esa regla de civilidad obliga tanto a los residentes como a los turistas y, por supuesto, a quienes se movilizan por causas diversas, sea en la plaza de Catalunya o en otros lugares.

Barcelona recibe cada año varios millones de turistas -no todos extranjeros, por cierto- que generan mucha actividad económica, a cambio utilizan una parte del espacio público y tienen intereses que pueden ser contradictorios con los de los ciudadanos. La situación inversa ocurre cuando viajamos a París, Londres o Nueva York, y descubrimos que mientras visitamos monumentos hay gente que trabaja. Turistas y residentes deberían ser conscientes de su respectivos roles y, en nuestro caso, no es sensato apuntarse a la crítica simple al turismo, menospreciando su importancia en términos de creación de riqueza.

Compartir la ciudad implica ser tolerantes con múltiples formas de vida, expresión, identidad y actividad, sin más límites, según la definición clásica, que el respeto a los derechos de los demás. Pero es bien cierto que en verano se multiplican, también en la vía pública -y no solo en Barcelona, ojo- actividades amparadas en el carácter masivo y anónimo de la ciudad (prostitución, tráfico de drogas, delincuencia diversa). Es cuando resalta el valor de las políticas democráticas de seguridad y prevención como garantía de una Barcelona, en este caso, sin guetos, sin ámbitos vedados a la mayoría. Para entendernos algo más: tomar una cerveza en la calle no es malo en principio; sí lo es la privatización de hecho que supone especializar una zona en el botellón, incompatible con la ciudad compartida.

En esta misma línea, diré que no me parece mal que se apueste por la cultura, la higiene y el buen gusto, pero en las calles barcelonesas tropiezo más con motos ruidosas, bicicletas en la acera, coches mal aparcados, trileros, (por no hablar de formas más serias de delincuencia) o bares con precios que pervierten la idea de terraza pública, que con turistas o autóctonos más o menos desnudos. Distinguir entre untopy un biquini, entre un bañador y un pantalón corto, entre el torso de un peón de albañil y el de un turista no parece que deba ser prioridad de nuestra policía, aunque el civismo, como principio general, es necesario para que la calle sea de toda la ciudadanía.

Periodista.