En el centenario de la muerte del compositor

Los tiempos lentos de Mahler

Nunca la música sinfónica ha evocado la melancolía como en sus conmovedores 'lieder' o sus 'adagios'

(FRANCINA CORTÉS) 18052011

(FRANCINA CORTÉS) 18052011 / periodico

ANTONIO Sitges-Serra

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Quisiera empezar con un pianissimode cuerdas sobre el que se alza, poco a poco, como la primera luz del alba, una sutil melodía de flautas traveseras; al fondo, un eco de metales sonando al modo de los cuernos alpinos. Pero para eso ya existe su Primera sinfonía que es irreproducible sobre papel, dados los estrictos límites del lenguaje y la incompetencia de mis palabras.

Quisiera seguir con unas líneas enadagio melancólico. Leí en algún párrafo deSoledad Puértolasque la melancolía es la tristeza de los inteligentes. Quizá sea eso lo que nos subyuga en los tiempos lentos deGustav Mahler.Nunca la música sinfónica ha evocado la melancolía como en sus conmovedoreslieder para contralto o susadagios,desde la marcha fúnebre del Titán, hasta el único y emotivo tiempo que dejó acabado de su Décima. DecíaKarajanque si unadagiono produce el efecto esperado en la audiencia, es que no se interpreta con la lentitud exigida. Muy pocosadagiosresisten el enlentecimiento extremo con el que pueden (o deben) tocarse las frases pausadas deMahler, muy pocos nos llegan a ese rincón recóndito de nuestro espíritu cuyas revelaciones constituyen experiencias irrepetibles. Recuerdo una dirección de la Tercera porRos Marbá,a cuyas órdenes estaban las voces blancas de mis hijos, que se cerró con la lentitud necesaria y suficiente para arrancarle al propio director y a buena parte de la audiencia lágrimas de serena y melancólica inteligencia. Y es que, para sobrevivir, todos debemos procesar de una forma u otra el dolor del mundo. A unos les paraliza su sensibilidad enfermiza, otros defienden su cinismo egoísta, otros optan por la acción más o menos ciega, a menudo destructora. Al artista de genio, en cambio, le cabe el privilegio de convertir el inacabable dolor del mundo en obra perenne, le ha sido concedido el don de actuar sin lesionar.

En una carta, decepcionado por el poco entusiasmo que despertaba su música y algo celoso del éxito deRichard Strauss, Mahlerle escribe a su esposaAlma:«Mi hora llegará». Y, entre los años 50 y 70 del siglo pasado, entre el últimoBruno Walter, BernsteinyMuerte en Venecia, deVisconti,las salas de conciertos sintonizaron las obras deMahler y, desde entonces, su música no ha cesado de crecer salvando muchos programas del páramo aséptico y apático de la atonalidad y las disonancias ensimismadas. No debe ser fácil para los musicólogos explicar los avatares de la recepción de la buena música, pero en el caso deMahler hay algunas pistas que ayudan a comprender el porqué lo sentimos aún tan cercano. En primer lugar, su vida y su obra guardan un indudable paralelismo, a diferencia, por ejemplo, de las composiciones deBach,que resultan impenetrables a las vicisitudes biográficas del compositor. Nuestra época, más proclive a valorar el lado humano y la inteligencia emocional, percibe en la música deMahlersentimientos y vivencias con los que simpatiza; en sus nudos en la garganta, reconocemos los nuestros. Hay algo impúdico en esta creatividad que rebosa protagonismo existencial, hay algo de victimismo romántico, pero en los pentagramas de un músico genial, especialmente en estos años en que revisamos con lupa el Siglo de las Luces, es más motivo de admiración que de reproche. En segundo lugar, sus muchas páginas inspiradas en y por la Naturaleza concuerdan con nuestra creciente predilección por lo natural y con la terrible nostalgia de tantos paisajes paradisiacos perdidos para siempre. Hace años, en Steinbach, el visitante podía solicitar en una fonda la llave de la pequeña cabaña junto al lago Attersee donde vieron la luz la Segunda y la Tercera sinfonías. Allí, al viajero mitómano se le ofrece un paraje idílico del que aún parecen brotar las ideas musicales del genio que lo recorrió. Finalmente,Mahler concibe sus sinfonías como mundos, como síntesis musicales que dan sentido a la realidad, como reflejo de una existencia en la que obstáculos y discrepancias no suponen un impedimento al reposo de nuestras mentes posmodernas castigadas por tanta incertidumbre. Como en aquellos antiguos baúlesmundos,todo cabe en sus partituras: cencerros, redobles de tambor, marchas militares, danzas folclóricas, canciones infantiles, la muerte de seres queridos, enamoramientos, angustia, exaltación mística… Crecido y creciéndose a la sombra del mundo de la Novena deBeethoven, Mahlercrea su propio universo sonoro original, habitable, bello y esperanzado.

Quisiera acabar con unscherzo al estilo del desmadre percutido de la Sexta o de los temas banales, casi vulgares, que salpican tantos pasajes serios del músico vienés. Hoy hace 100 años,Mahler murió prematuramente de endocarditis bacteriana, una infección de las válvulas cardiacas de la que, 30 años más tarde, se hubiera podido curar con unas dosis de penicilina. De ser así, quizá el antibiótico nos hubiera privado del desgarradoadagiode su Décima sinfonía, una de las más bellas páginas musicales jamás escritas. Y, a fin de cuentas, si Dios existe, tal como él creía, ¿qué más da la edad de la muerte?

Catedrático de Cirugía (UAB).