Dos miradas

Stendhal y la huelga

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Una huelga tiene múltiples lecturas en función de qué espacio ocupe cada cual en esa reducida región donde se concentra la batalla de un día. El Gobierno que recibe el revés y los sindicatos que la convocan se la toman como una lección de estrategia militar. Y en este tipo de Waterloo (donde aún es pronto para saber quién interpretará el papel de Napoleón) todos nos parecemos un poco a Fabrizio del Dongo, el protagonista de La cartuja de Parma. Estaba en la llanura belga cuando se decidía el destino inmediato de Europa, pero no supo hasta el día siguiente que había participado en «una verdadera batalla», al oírlo en la fonda.

Del mismo modo, la mayoría de trabajadores (hayan participado o no en la protesta) tienen una percepción muy lateral, muy sesgada, muy stendhaliana de la huelga. Coloquemos un espejo cerca del camino y dejemos que repose en él la realidad que va cambiando. La huelga, para quienes la diseñan desde la atalaya del mariscal de campo, es un juego de piezas que deben moverse para poder conquistar, como mínimo, esa montaña que parece tan decisiva para ganar la guerra. El ejército contrario se afana en desmentir justamente la importancia de lo que se empeñan en llamar colina. Mientras, un empresario modesto se enfrenta a la violencia de uno que dirige un piquete. Cuando se aleja, levanta de nuevo la persiana. Ninguno de ellos sabe con certeza si la escena forma parte, o no, de una batalla histórica.