Transparencia en los sistemas de gobierno

Crítica política y democracia avanzada

El ciudadano carece de instrumentos que le permitan medir la calidad de la gestión pública

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ANTONIO Papell

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Nuestras democracias parlamentarias avanzadas son indirectas, es decir, están dotadas de sistemas representativos de segundo grado mediante los cuales los ciudadanos, titulares de la soberanía, designan a unos representantes para que actúen en su nombre aunque sin mandato imperativo. Una de las mayores ventajas de este depurado modelo, mucho más racional y sutil que la democracia directa o asamblearia, es que el elector, aunque protagonista en primera persona del proceso político, no requiere especialización: son los profesionales de la política quienes se ocupan de desentrañar libérrimamente los recovecos técnicos y jurídicos del interés general, debiendo contar apenas con el periódico refrendo del cuerpo social en hitos electorales tasados.

En otras palabras, el elector juzga la acción política y toma sus decisiones mediante una evaluación general y con frecuencia intuitiva, sin necesidad de bucear a fondo en los programas, que a menudo son áridos, complejos y poco asequibles. Y la indiferenciación de los ciudadanos, cultos o analfabetos, ante el derecho a participar constituye el gran criterio de igualdad en que se basa la democracia inorgánica.

Ello no obstante, es obvio que la participación resulta tanto más eficaz cuanto más fundada está la decisión popular y cuanto más se guía por argumentos objetivos, por juicios de valor fundamentados, y no solo por instintivas adhesiones que a la postre son casi siempre personales y, por ello mismo, más afectivas y subjetivas que racionales. De ahí que sea deseable que la ciudadanía posea los elementos de juicio que le permitan valorar la acción de los gobiernos y la calidad de las propuestas de los candidatos.

Sin embargo, y a pesar de que las democracias avanzadas se han dotado de grandes centros estadísticos, no se calculan ni se entregan los indicadores que facilitarían el análisis de la gestión pública, cada vez más compleja y por lo mismo difícil de ponderar en términos coste/beneficio. Como escribía recientemente Ruiz Soroa, para valorar cabalmente la acción gubernamental faltan «los datos económicos sobre la eficiencia del gasto público en la prestación de diversos servicios», es decir, «los datos que nos muestren cuánto invierten nuestras administraciones para lograr unos determinados servicios» y la comparación con el coste del mismo servicio en distintas comunidades autónomas y diversos países.

El único servicio público en que existe una comparativa internacional continuada y fiable es en la educación no universitaria, gracias a los informes PISA de la OCDE. Han revelado que la buena gestión de los recursos es mucho más relevante que su cuantía. Así, países que invierten mucho obtienen peores resultados que otros que invierten poco. Y en el marco de las autonomías ocurre otro tanto: Euskadi (8.858 euros por alumno) obtiene peores resultados que La Rioja (5.791). La eficiencia en el gasto es, pues, decisiva, y su conocimiento resulta esencial para valorar a sus gestores políticos.

La falta de indicadores estatales o institucionales referentes a otros servicios públicos ha de suplirse mediante la pura intuición, que resulta engañosa, o, en el mejor de los casos, a través de indicadores privados más o menos prestigiosos. Así por ejemplo, la revista norteamericana Newsweek publica periódicamente rankings de 100 países que toman en cuenta cinco parámetros: sanidad, educación, calidad de vida, dinamismo económico y ambiente político. En el de agosto, España brilla en sanidad ya que ocupa el tercer lugar, tan solo detrás de Japón y Suiza. En educación, en cambio, figura en el puesto 32, tras países tan dudosamente desarrollados como Kazajistán (14º), Polonia (17º) o Cuba (20º). En dinamismo económico, aparece en el lugar 19; 21 en ambiente político y 22 en calidad de vida. En promedio, nuestro país estaría clasificado en el puesto 21 del mundo y en el 11 de la Unión Europea, una posición evidentemente mediocre.

Es obvio que el análisis superficial de una revista no puede ser el fundamento de grandes decisiones, pero estos rankings, que ofrecen un diagnóstico aproximado y que despiertan la curiosidad de la opinión pública, evidencian la conveniencia de disponer de datos ciertos que ofrezcan una visión global de la evolución de las grandes políticas. Y los ciudadanos de las democracias avanzadas tienen derecho a saber si sus servicios son realmente eficientes, a disponer de elementos cuantitativos para ponderar su propio juicio y discernir entre los críticos que les sugieren una gestión distinta.

El Instituto Nacional de Estadística y el Centro de Investigaciones Sociológicas deberían, en fin, dedicar parte de sus recursos a elaborar indicadores de esta índole, que darían más transparencia a la acción pública, facilitarían la detección de nuestros auténticos problemas y, sobre todo, entregarían valiosas herramientas para el análisis riguroso, que sin duda tendría intensa repercusión electoral. Periodista.