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La crisis del Sáhara tensa la cuerda

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Aunque el secretario de Estado de Asuntos Exteriores, Juan Pablo de la Iglesia, dio ayer por cerrado el incidente de El Aaiún del último fin de semana, en el que se vieron mezclados varios activistas españoles, partidarios de la independencia del Sáhara Occidental, lo cierto es que la polémica alimenta un nuevo debate a cara de perro entre Gobierno y oposición. Desde luego, De la Iglesia no es ajeno al enconamiento -podía haberse guardado para sí el apoyo implícito a la versión marroquí de los disturbios y los golpes recibidos por algunos ciudadanos españoles-, pero aún lo es menos la propensión del PP a envolverse en la bandera y tratar los litigios con Marruecos como si el honor patrio estuviese en juego. Orquestado todo con la música de fondo interpretada por portavoces afectos al todo vale con tal de desalojar al PSOE del poder.

Basta recordar la desafortunada gestión de la crisis de Perejil en el 2002, que solo quedó bajo control cuando intervino Estados Unidos a través del secretario de Estado de la época, Colin Powell, para llegar a la conclusión de que el PP exhibe muy pocos títulos para dar indicaciones sobre cómo abordar los problemas con Marruecos. Al mismo tiempo, el Gobierno debe admitir que, por más importante que sea mantener relaciones fluidas con el reino alauí, no puede dar la impresión de que da más crédito a funcionarios de Rabat que a ciudadanos españoles maltratados en El Aaiún. Las relaciones con Marruecos son un asunto de Estado que obliga a los partidos a actuar con unidad de criterio, sea quien sea el inquilino de la Moncloa -lo confirma el desalojo de embarcaciones melillenses de recreo de playas marroquís el último fin de semana-, y perseverar en la moderación para no meterse en un callejón sin salida.

La reflexión vale para las oenegés que, movidas casi siempre por el mejor de los propósitos, obvian con frecuencia el análisis que debe preceder a la acción. El conflicto del Sáhara Occidental es tan enrevesadamente complejo y tan radicalmente dramático para las decenas de miles de refugiados en los campamentos de Tinduf que la espontaneidad no es con frecuencia la mejor de las vías para obtener resultados. Más aún: pueden obligar al Gobierno a intervenir, como ha sucedido esta vez, en un clima de crisis inacabable.