El debate sobre la independencia

¿España sin Catalunya?

Son fútiles los intentos de encarar una eventual separación con el discurso de «aquí no pasa nada»

¿España sin Catalunya?_MEDIA_2

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DAVID Miró

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Como ya parece claro que el debate sobre la independencia de Catalunya va a tener un peso importante en la próxima campaña electoral (véase la recogida de firmas para la iniciativa popular, las acusaciones del PSC contra Artur Mas, las tribulaciones del Tribunal Constitucional, las consultas locales, las encuestas, etcétera) no estaría de más analizar una de las claves de la cuestión, que no es otra que intentar prever la reacción del resto de España. El documental Adéu Espanya?, de TV-3, nos proponía tres ejemplos, Quebec, Groenlandia y Escocia, que a mi entender son muy diferentes del caso catalán. El trabajo cometía un error de partida al plantear la oposición de España a la secesión de Catalunya como una mera cuestión de cultura democrática, mientras que en los ejemplos mencionados la secesión era negociable (Quebec y Escocia) o simplemente aceptada (Groenlandia). Resultaba incompleto en este aspecto. Por suerte, unos días después, otro reportaje, El laberint, dirigido por Jordi Mercader, nos daba las respuestas que faltaban.

Fue en este trabajo donde encontramos la intervención a la vez más sincera e ilustrativa del pensamiento español, la del expresidente socialista de la Comunidad de Madrid, Joaquín Leguina, que se dirigía así a un hipotético independentista: «¿Y usted para el conjunto qué piensa? ¿Cómo dejamos esto?» Leguina obviamente ni tiene ni espera respuesta, porque los españoles no pueden entenderse ellos mismos sin Catalunya. Queramos o no, formamos parte de su identidad, nos incluye, y, si nos vamos, esa identificación nacional va a quedar gravemente mermada, si no parcialmente destruida. Estarán incompletos. No sabrán qué son.

Eso no le pasa a un canadiense de Alberta, que es capaz de imaginarse su país sin Quebec, ni a un inglés, al que en el fondo le da igual lo que hagan los escoceses, ni mucho menos a un danés, que no piensa en la gigantesca Groenlandia cuando perfila el contorno de su nación. En ese sentido, podemos afirmar que el problema entre Catalunya y España es prepolítico, conceptual antes que jurídico, de raíz claramente identitaria. Aunque el nuevo nacionalismo español diga que solo le preocupan las personas, el factor territorial es determinante para ellos. La razón es que desde el momento en que Castilla se suicidó como nación para pasar a encarnar una entidad superior llamada España (un concepto básicamente geográfico, el ideal de unión ibérica), los ciudadanos que comulgan con ella no tienen otra identidad (léase mapa) a la que acogerse. Y una España sin Catalunya ya no sería España. Sería otra cosa. ¿Pero qué? Por eso no hay que llamarse a engaño. La secesión sería un proceso traumático para la gran mayoría de españoles, incluyendo aquí a muchos miles, si no millones, de ciudadanos catalanes (aunque aquí se viviría sin tanto dramatismo).

En su día, Pasqual Maragall propuso que se buscara un nombre para la selección de hockey sobre patines de España sin Catalunya. Probablemente sin querer, el expresident daba en el clavo. España no sabe verse, reconocerse, imaginarse siquiera, sin Catalunya. La forma de la península ibérica, la imagen de ese mapa incompleto al que le falta Portugal (de ahí esa sensación histórica de ser un proyecto inacabado) está grabado a fuego en su imaginario. Lo explicaré con un ejemplo. No creo que la sociedad española estuviera dispuesta a ir a la guerra con Marruecos si un día Ceuta y Melilla decidiesen (caso harto improbable, por otra parte) unirse al reino alauí. No digo que no hubiera una respuesta contundente, con sus escaramuzas seudobélicas y forcejeos diplomáticos. Pero cuando digo guerra me refiero a enviar a los hijos al campo de batalla. España puede ser España sin Ceuta y Melilla, pero no sin Catalunya o Euskadi.

El catedrático de Ciencia Política e independentista Hèctor López Bofill ya ha advertido de que la reacción de España a la independencia, lejos de la candidez que transmitían las intervenciones de Adéu Espanya?, sería «feroz». Y otra vez hemos de volver al trabajo de Jordi Mercader para adivinar que López Bofill está en lo cierto. José María Aznar advierte de que «lo que no puede pensarse es que el conjunto del país va a asistir a eso [una secesión] impasible». ¿Hasta dónde estarían dispuestos a llegar? He aquí la gran incógnita.

Por eso, son un tanto fútiles los intentos de encarar una eventual separación con un discurso buenista al estilo de «aquí no pasa nada» y «el día después, tan amigos», porque eso no va a ser así. En la otra parte no va a haber comprensión ni cordialidad, sino todo lo contrario. Y precisamente es esa constatación la que explica la subida del soberanismo los últimos años. Porque ese aumento no se ha producido tanto a favor de una idea en positivo, la de una Catalunya independiente, una especie de Holanda mediterránea, como contra una concepción de España que aprisiona a sus componentes y no les reconoce como tales. El drama de España es que quizá solo será viable el día en que sea capaz de imaginarse sin alguno de sus miembros. Aunque, a la vista de las encuestas, quizá ya sea demasiado tarde.

Periodista.