Los días vencidos

Las razones del fuego

TOÑO VEGA

TOÑO VEGA

JOAN BARRIL

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A veces poner nombre a los peligros es una manera de conjurarlos. Es lo que debieron hacer los antiguos griegos al considerar a la tierra, el aire, el agua y el fuego como los cuatro elementos. No era para menos. Esos cuatro elementos forman parte de la vida, pero también de la muerte. La tierra se derrumba sobre los poblados y sepulta a sus gentes, pero de la tierra nacen las cosechas. El mar se traga los barcos e inunda los campos, pero sin agua solo quedaría el desierto. El aire nos permite respirar, pero el huracán nos arrastra. ¿Y el fuego? Hemos domesticado el fuego y lo hemos encerrado en una caja de fósforos o en un encendedor. El fuego nos calienta la comida, nos salva del invierno y da luz a los dioses. Pero la palabra «¡fuego!» es la última voz que escucha el fusilado.

Llevamos semanas hablando del fuego. Y no se trata de un fuego amigo, sino de un pretexto para llevar a la pira a un Govern torpe y pacato que no supo decir la verdad a tiempo. En estas circunstancias, sus señorías, esas que no han sido capaces de montar una comisión de investigación sobre los fondos espurios del Palau deMillety de sus beneficiarios, la han emprendido contra los consejeros de la cosa. Y los consejeros de Interior y de Medi Ambient han mandado a comparecer a los bomberos –eso sí: con sus uniformes– para que declararan ante unos diputados que en ningún caso iban a aprender, sino que solo se disponen a condenar o a exculpar.

Una de las afirmaciones más contundentes y más cargadas de humanismo la pronunció uno de los expertos de los GRAF. Venía a decir este bombero sabio que los árboles quemados vuelven a crecer, pero que las vidas segadas por el fuego son irrecuperables. Y que harían bien sus señorías en establecer un orden de prioridades a la hora de diseñar los protocolos de la extinción de los incendios forestales. Esos bomberos que comparecieron ante esa comisión de sordos voluntarios conocen los caprichos del fuego, saben lo que significa que el fuego llueva sobre sus cabezas. Sin duda, son los mayores expertos en esa ecología del fuego en un país que ha visto cómo el abandono de las áreas cultivables se ha llenado de masas boscosas hasta crear un espacio continuo que no entiende de comarcas ni de comunidades autónomas. Esos bomberos saben escuchar el crujido de las ramas secas y ven la cantidad de combustible acumulado en esos paisajes de postal por los que tanto claman los ecólogos de salón.

Pero de nada ha servido la sabiduría de nuestros pequeños héroes. Ni sus responsables políticos estuvieron a la altura ni la oposición, cegada por la necesidad de arañar los votos inminentes, ha escuchado lo que los profesionales han dicho haciendo de portavoces de las víctimas. Es demasiado fácil pedir responsabilidades sobre los cuerpos calcinados de gente valiente y no atender a sus razones. Entre sus jefes políticos y los que aspiran a serlo han desautorizado una de las pocas profesiones concebidas para la defensa del patrimonio común. Pero, ¿cuál es nuestro patrimonio? ¿Doscientas hectáreas de bosque o la vida y la humillación pública de los que tenían que enfrentarse a un monte ardiente?

Es fácil ser fuerte ante el débil desde los escaños ignífugos. Tras el incendio y los muertos, el Parlament se ha cebado en una gente que de ahora en adelante tendrá motivos para dudar de si de sus mangueras sale agua o solo la ceniza de las palabras que los diputados han dicho y que los medios hemos amplificado. En nombre de este oficio, les pido perdón.