Los días vencidos

No olvidar a Llullu

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JOAN BARRIL

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Regreso de un breve viaje y me espera la prensa de la semana con sus noticias de muerte. El papel impreso aguanta mal las muertes cuando la temperatura exterior es elevada. Los periódicos del verano se acostumbran a abrir en lugares llenos de vida, en las playas o en las piscinas, en las terrazas de la indolencia o en las siestas prolongadas bajo los tendales. En estas condiciones, casi sin ropa, nos llegan las noticias del gran dolor ajeno al que solo podríamos aportar nuestro pequeño dolor tangente.

De todas las muertes recibo con especial impresión la de Llullu. Se trata del protagonista de un magnífico libro de Màrius Serra, y sin embargo Llullu no era un personaje de ficción, sino el hijo del escritor y de su esposa, un personaje en torno al que gira uno de los mejores libros que se han escrito jamás. Llullu es el protagonista de Quiet, un niño real afectado por una parálisis cerebral que le mantenía vinculado a una silla adaptada y con quien sus padres convivieron durante 9 años, una edad corta para morir, pero muy larga para convivir. Màrius Serra cuenta en Quiet los grandes viajes, las lamentables sorpresas, los legítimos miedos, las pequeñas alegrías que la familia Serra compartió con el quieto Llullu. Su esperanza de vida se contaba por días. Sus expectativas vitales tampoco ofrecían grandes esperanzas. Llullu murió después de comer y ha sido una manera de empezar el verano un poco más solos.

Una de las grandes fuerzas que están en la base de la condición de padre consiste en la protección y también en la esperanza. No hay padre que no desee que sus hijos sean mejores que nosotros. Y cuando uno ve que se enfrenta a una esperanza imposible de cumplir, los padres deben adaptarse. En un primer mundo en el que el éxito y la juventud se han glorificado, los padres ven su trayecto interrumpido y han de buscarse los recursos profundos para acometer una situación en la que van a sentirse dolorosamente solos. Serra describe en Quiet el rechazo apenas disimulado de los que creen vivir en una sociedad perfecta. A lo largo de estos años, la presencia de Llullu en hoteles, restaurantes o transportes públicos ha provocado muchas reflexiones. Algunas veces se trataba de actitudes solidarias, en otras ocasiones Llullu fue objeto de indisimulado rechazo. Lo peor de Llullu era la evidencia del extraño. Lo mejor que pudieron hacer los padres de Llullu fue su empecinamiento en hacerle visible. Jamás lo mostraron con un sobreafectado orgullo, sino con la necesidad interior de llevar su anormalidad dentro de la normalidad de unos padres que viajan con su hijo. En QuietSerra describe la lúcida y difícil búsqueda de nuevos lenguajes, de maneras de transmitir el afecto y de las supercherías pseudocientíficas que intentaban sacar agua de las piedras a costa de una suculenta cuota mensual.

Se nos ha ido Llullu y nos ha dejado el evangelio de Màrius Serra para reflexionar sobre la difícil labor de la solidaridad activa. En la sociedad de los jóvenes, los viejos no hacen bonito. En la sociedad de los triunfadores, el discapacitado nos advierte que también nosotros podríamos llegar a ser como él. En la sociedad de los videntes hay que saber leer el tacto que va a llevar a los ciegos a su objetivo. A los Serra-Pablo les ha correspondido la dolorosa tarea de tener que aprender para que los demás fuéramos conscientes de nuestra propia fragilidad. A ellos y a otros padres como ellos, mi agradecimiento y mi pesar.