Pequeños detalles

Admiración

MARÍA TITOS

MARÍA TITOS

JOSEP CUNÍ

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Nunca negó que Josep Pla le influyó. Basta leer la introducción a la entrevista que le hizo para Serra d’Or en 1965 para percatarse de hasta qué punto llevó el contagio a su creación literaria, entonces incipiente. Así, en el texto recopilado en L’àguila daurada, la descripción de la gran postal que es L’Empordanet reduce su mirada hasta concentrarse en la sala donde Pla recibe a Porcel «mig a les fosques, llevat del tros de sota la campana i de devora les finestres». Los adjetivos son precisos para definir el ambiente y la personalidad de quien los denostaba en público, pero que los clavaba en sus páginas. Y el deseoso aspirante llegado de Andratx, aprendió la lección de tal manera, que hasta el último párrafo de su última novela es un ejemplo del uso creativo, adecuado y certero del calificativo. O ¿qué es sino «la mar resplendia, olorosa a frescor salada i herba»? En Baltasar Porcel todo era literatura. O todo era interesante para su mundo. Letras y pensamiento, viajes y observación, crónica y crítica, carisma y tozudez, rigor y provocación, forma y fondo, criterio y revisión, apoyo y desafección, amistad y distancia, egoísmo y generosidad en las mismas dosis que mostraba y escondía, facilitaba y negaba, vivía y moría en él, porque él era así. Y sobre esa amalgama construyó su imagen y de ella fue víctima. Por eso, también, como Pla, Porcel necesitará su tiempo para que los recelos que había generado, los sarpullidos que provocaba, las distancias que marcaba o la vanidad que proyectaba dejen paso a una obra vasta en volumen y riqueza por el valor de la palabra y la seducción de la imagen, la disección de los personajes y la mirada a su mundo, la tradición de su origen y la fuerza de su Mediterraneo.

Inquina

Así era él y así lo dejó escrito. Pero hubo un momento en que su reverso público pesó más que su anverso literario. Su propia creación del personaje que interpretaba hasta fascinarle y que iba por libre en un mundo de capillas y chalaneos, clanes y favores mutuos, grupos afines y reductos ideológicos, le negó el aplauso de una parte del público, que antepuso la fobia a la filia y la condena a la curiosidad. Hasta prohibirse leerle, ignorarle literariamente y no redimirle en vida. Su apuesta periodística, de articulista diario, de polemista radiofónico o televisivo, añadió más leña al  fuego fatuo que tanto le gusta encender a Catalunya. Y que lo hace con la disimulada intensidad de convertir el país en la hoguera donde quemar a sus hijos más lúcidos para evitar que nuestra laica inquisición vea reflejadas sus propias vergüenzas en el espejo del libre pensador. Jordi Pujol contribuyó a ello. No por el apoyo político de Porcel a su Administración, que, si lo hubo, lo compensó con duras críticas, sino por la facilidad que obtuvo de los gobiernos nacionalistas para llevar adelante proyectos culturales y sociológicos que algunos observadores han considerado parte del acervo ideológico del pujolismo. Baltasar Porcel fue todo eso porque todo le interesaba. Y quienes le conocimos sabemos de sus múltiples intereses tanto como de las pruebas a las que te sometía para integrarte en su grupo de respetados. Pocos. Y después de la grave enfermedad, menos. Haberla superado lo consideró una victoria. Que si algo pueden permitirse los héroes, es dejar de ser complacientes con quienes han dejado de considerar. ¿Egoísta? ¡Claro!. Como todo gran artista.