los días vencidos

El precio de la muerte

JOAN BARRIL

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

De vez en cuando las muertes se concentran en unos pocos días. Hay un tiempo para asistir a las bodas de los hijos de los amigos y un tiempo para acudir al entierro de los padres de los amigos. De vez en cuando también toca velar a un contemporáneo, porque no hay ninguna generación que pueda librarse de la fatalidad de la muerte. Pero suele suceder que esas muertes --y nuestro contacto dolorido-- a veces se acumulan en unas pocas semanas. Semanas en las que aprendemos a orientarnos por los tanatorios, conocemos el precio del café y el ritual de cada casa. Y para entretenernos oímos las conversaciones siempre recurrentes de otros apenados amigos de otros muertos.

De esos comentarios cazados al vuelo hay los que se refieren a la personalidad del fallecido, al buen aspecto que tiene, a la resignación por el fin, a la oportunidad de la muerte rápida en personas de edad y a la maldición sangrante que significa la muerte inesperada de un joven. Pero más allá de esas consideraciones humanas, siempre hay alguien que hace mención al coste de la muerte. Hace poco, Isabel Clara Simó ha publicado en Edicions 62 un interesante libro sobre sus experiencias culturales. Se titula Els racons de la memòria y es un paseo amable, entusiasta y hasta irónico de la catalanidad cultural de los últimos años.

Pero se trata de un libro con sorpresa. En su interior, entre viajes, cenas, reuniones de jurados de premios literarios, aparecen de improviso unas pocas páginas en las que la autora narra el conocimiento de la muerte de su hijo en un accidente de tráfico y los sentimientos de los padres ante la noticia. Son unas páginas que ya no se pueden leer con la complicidad del resto del libro y que llevan al lector a un estadio de enorme emotividad. En uno de los momentos de ese luctuoso acontecimiento, la narradora y su esposo se encuentran en unas dependencias frías ante la evidencia de un cadáver. Es entonces cuando se les ofrece un catálogo de ataúdes.

Isabel Clara Simó se pregunta cómo puede proceder a comprar un ataúd en momentos como aquellos.

Ese es el coste de la muerte. Un coste de decisión y un coste econó- mico que no es nada ante la enorme pérdida que acaba de producirse. Si un ataúd consiguiera la resurrección de su inquilino, sería el más caro de los muebles. Pero, por desgracia, no es así. Y en las conversaciones de velatorio también asoma esa idea del precio del ritual de la muerte. Hace unas semanas un lector de este diario publicaba una carta aventurando la posibilidad de que de la misma manera que la Seguridad Social se cuida de la vida de los ciudadanos, el acto de la muerte también debería estar sufragado por el erario público. El precio de la muerte es tan alto que no somos capaces de valorar el coste del ritual. También el impuesto de sucesiones grava escandalosamente a los herederos de bajos ingresos, gente que a menudo se ve obligada a pedir un crédito para pagar por aquello que sus padres ahorraron con su sacrificio pensando en el famoso día de mañana. A medida que se va extendiendo la costumbre de incinerar a los muertos, es evidente que un ataúd de cartón hace la misma función que la caoba. Si en vida no somos nada, muertos, aún menos.

Tapicerías

En el interior de los sofás siempre hay sorpresas que hablan de nosotros. Se tragaron nuestros papeles y basta hurgar entre los cojines para redescubrirnos.