LOS DÍAS VENCIDOS // JOAN BARRIL

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LEONARD BEARD

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JOAN BARRIL

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Cada uno tiene derecho a sus mitos y a sus liturgias. A veces me digo que no soy mitómano, pero he estado ante la tumba de Machado en Colliure y he seguido los pasos del Che Guevara en Bolivia. He tomado un daiquiri en el pequeño altar que los del Floridita todavía dedican a Hemingway en La Habana y he interpretado una pequeña pieza en un órgano que, según un amable sacerdote, había sido tocado ni más ni menos que por J. S. Bach. La vida está hecha de gente desconocida. Somos en las cosas y en la memoria de las cosas.

Tal vez por esta mitomanía no reconocida quise dormir en el Hotel de la Poste de Saint-Louis, en la desembocadura del río Senegal. Ahí el tiempo se ha detenido en los albores de la aviación. Ahí Santos Dumont y Saint-Exupéry se encontraban después de haber dejado sus sacas de correo a bordo de aviones frágiles. Saint-Exupéry hacía la ruta del Sáhara, y algunas noches debió ver el asteroide del pequeño príncipe. Santos Dumond fue todavía más lejos y cruzó el Atlántico para llevar cartas a América. En tiempos de e-mails, conviene recordar la epopeya de esos señores que se jugaban la vida por una carta de amor sin abrir.

Ahora nos llegan revelaciones a través del tiempo. Nos las cuenta un señor de 88 años, Horst Rippert, que afirma que fue él el que abatió el avión de Saint-Exupéry sobre el Mediterráneo. Saint-Exupéry desapareció tras un vuelo de reconocimiento en 1944 frente a Marsella a bordo de un Lightning. Rippert, con 24 años, pilotaba un ágil Messerschmitt 109 y no lo dudó. En la guerra no se pregunta quién es el enemigo, porque de saberlo tal vez nadie se decidiría a disparar.

Cuenta Rippert que bien pronto supo la identidad del piloto que había mandado al fondo del mar. Saint-Exupéry no era un desconocido para ningún piloto de la Luftwaffe, un cuerpo formado generalmente por jóvenes cultos y selectos en un mundo armado en el que la aviación de caza era un cuerpo de élite. Se acabó la guerra y Rippert se quedó con su secreto. ¿Qué pasó por su cabeza para silenciar un derribo sin gloria --Saint-Exupéry iba desarmado-- y para continuar leyendo las obritas de su enemigo bélico y, sin embargo, amigo intelectual?

Rippert y su Me-109 impidieron que Saint-Exupéry continuara escribiendo. Tal vez fue un acierto. Saint-Exupéry habría aterrizado en la última misión en su base de Córcega, se habría acabado la guerra y el verdadero derribo hubiera empezado entonces en una Europa escasamente receptiva a principitos, a zorras domesticables, a baobabs excesivos y a reyes excéntricos. En realidad el piloto alemán nos cuenta ahora que de la misma manera que Saint-Exupéry fue el autor de sus obras, Rippert fue el autor de Saint-Exupery. Si Rippert no le hubiera abatido, ¿qué misterio nos quedaría del autor francés? De haber sobrevivido, las enciclopedias habrían hablado de la condición de aviador de Saint-Exupéry tan solo en un par de líneas. Rippert lo elevó a mito. Pero ahora, contando la verdad, Rippert nos recuerda la condición vulnerable del héroe solitario. Y, sin misterio, hay soldado, pero no hay misterio. Y los escritores sin misterio son solo pasta de papel.

Volátiles

De todo lo que escuchamos queda muy poco. De todo lo que decimos nos olvidamos. Somos una pizarra verde que cada día será borrada. Lo único que nos queda es el polvo de la tiza.