El ejemplo del azufaifo

La conservación de las antiguallas forma parte de un consenso en el que coinciden progres y reaccionarios

ORIOL Bohigas*

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Una generosa costumbre de los jóvenes arquitectos de los años 60 y 70 fue organizar protestas y manifiestos en defensa del patrimonio arquitectónico amenazado de derribo por nuevas construcciones más bien especulativas, a menudo de calidad baja y tergiversadoras del contexto urbano. Así se salvaron algunos edificios modernistas que aún no estaban valorados. Un método habitual era pedir firmas a personalidades conocidas.

Para la defensa de un edificio del paseo de Gràcia, un joven arquitecto fue a pedir la firma deJosep L. Sert,el arquitecto más importante de la época republicana, líder del GATPAC, discípulo deLe Corbusier,decano de Harvard.Sertcasi lo tiró por las escaleras, recordándole que cuando él era joven firmaba manifiestos a favor del derribo de los edificios y los barrios anticuados y degradados para poder sustituirlos por una nueva arquitectura y un nuevo urbanismo al servicio de las nuevas necesidades, la nueva cultura e, incluso, la nueva política urbana.

EL ARQUITECTO joven bajó las escaleras convencido de queSerthabía demostrado ser más joven y más moderno que él, pero pensando en que los ideales defendidos por el maestro quizá fallarían precisamente por la falta de calidad de la arquitectura que sustituiría las antiguallas y por la ausencia de un superior valor social o cultural, sometido a la especulación inmobiliaria. Es decir, que la sustitución, como decían los conservadores, podría ser un empeoramiento radical.

Ahora ya no es preciso pedir firmas: la conservación de las antiguallas forma parte de un consenso universal en el que coinciden las asociaciones de vecinos más progresistas, los programas electorales más rancios y populistas, las clases sociales más conservadoras, los profesores universitarios más mezquinos y los enemigos sistemáticos de cualquier revolución por modesta que sea. Esto ha llegado a tal extremo que quizá habría que aconsejar a los jóvenes arquitectos de hoy que cambiaran en redondo los propósitos de los años 60 y 70, es decir, que propagaran la necesidad de modernizar, sanear y rehacer física y socialmente los barrios degradados y las arquitecturas deterioradas. Si lo hiciesen con cabeza, podrían mantener, también, en paralelo, la defensa de lo que realmente vale la pena conservar según razonamientos no exclusivamente reaccionarios y conservadores.

Es decir, conservar lo que es un auténtico monumento significativo por el que vale la pena sacrificar otros valores y que por su situación, carácter e historia puede sugerir una utilización que introduce nuevas posibilidades sociales, posiblemente menos presentes en una remodelación más autista. Sería, pues, el momento de superar la absurdidad de las normativas "estéticas" de los centros históricos, las imposiciones que conforman el "gusto" reaccionario, el arqueologismo abstracto y la museología urbana y, en cambio, mantener y estimular los dos únicos criterios serios a favor de la conservación y el respeto: la validez monumental y testimonial y el fomento de nuevos usos sociales.

Un ejemplo --modesto pero muy significativo-- es la pequeña batalla desencadenada en Barcelona por la defensa de un árbol centenario: el azufaifo de la calle de Arimón esquina con Berlinès. En este caso, la protesta vecinal presenta los argumentos válidos y no se pierde en intereses particulares ni en exageraciones conservadoras. Me resulta más sim- pática esta reivindicación que las exigencias técnicamente mal formuladas sobre la conservación física de Can Ricart, por ejemplo, y otros desperdicios de la triste industria ochocentista.

El azufaifo responde a las dos condiciones básicas. Según los técnicos, se trata de un ejemplar realmente monumental, como hay pocos --o ninguno-- en toda Catalunya. Y, por otro lado, la conservación del árbol sugiere la sustitución de una propuesta arquitectura bien poco significativa, que si se tirara adelante no serviría para mejorar la calidad de Sant Gervasi, descolocado entre una tradición de casitas individuales y la imposición de un sistema de apartamentos sosos, sin carácter, consecuencia de unas absurdas ordenanzas basadas en la anchura de las calles, sin tener en cuenta la unidad de la manzana y el carácter ambiental. En cambio, la creación de un pequeño jardín, por sí solo y pese a su modestia, generaría un cambio de calidad en todo el barrio. Y quizá sería una afirmación del retorno de la política urbana municipal hacia aquello que cambió la ciudad a partir de los 80: las pequeñas intervenciones en el espacio público de cada barrio, cuya suma acabó transformando la imagen y los usos de buena parte de la ciudad. Tras pasar una temporada invocando la "grandeza" de las grandes operaciones urbanas a escala metropolitana, no estaría de más volver a las pequeñas acciones puntuales. Y poner el azufaifo como ejemplo.

EN CATALÁN hablamos de"ser tan eixerit com un gínjol", seguramente sugiriendo la velocidad y los brincos imprevisibles de los frutos del azufaifo cuando caen y saltan muy juguetones por todo el entorno. Esto es lo que queremos: que los azufaifos de la calle de Arimón se extiendan por el entorno y lo colonicen. Hay que conservar el árbol, pues, porque es un auténtico monumento, pero, principalmente, porque por sí solo puede generar un enriquecimiento del espacio público que nadie habría imaginado sin su actitud presidencial y su grito de supervivencia.

*Arquitecto