Pequeño observatorio
98.700 problemas graves
La mujer andaba por la calle, arrastrando por la mano a un niño que tendría unos 5 años. Su hijo, supongo. Cuando han pasado junto a mí, he sentido que el niño refunfuñaba algo y que la mujer le decía, con dureza: "¡Cállate, imbécil!". Y me ha ocurrido aquello que los escritores clásicos y populares expresaban con esta metáfora: "Se me ha encogido el corazón".
A un niño no se le puede llamar imbécil, ni una sola vez, ni menos acostumbrarlo a ser tratado con esta ira y menosprecio. No soy psicólogo, pero el sentido común me dice que esta descalificación es demasiado brutal porque no deja rastro, me atrevo a creer que es mucho peor que una discreta bofetada correctiva. Los malos tratos físicos son mal vistos, y con razón, pero se habla mucho menos de los malos tratos psíquicos. El insulto y la agresión que afecta a la consciencia, en la infancia, puede influir gravemente en la necesaria confianza en la propia identidad. Oírse llamar imbécil de niño debe de ser poco educativo.
No siempre es fácil madurar satisfactoriamente, y entre el halago excesivo y la violencia verbal debe haber un espacio de comprensión serenamente crítica. Yo admiro a los chicos que superan una adolescencia adversa y hallan un camino de afirmación positiva. Los hay. A veces la adversidad puede ser una situación familiar, en otros casos, diversas causas han favorecido una desafortunada actitud individual. Chicos que no hacen ningún esfuerzo para lograr una válida incorporación social.
No hablo de sumisión, sino de provecho e interés propio, porque la sociabilización es educativa, e incluso terapéutica. En Catalunya hay más de 98.000 jóvenes que no estudian ni trabajan. (Hay que evitar hacer afirmaciones generales sobre las causas). Es un hecho. Y esto significa un riesgo de marginación, que puede ser social y personalmente destructiva. El fracaso escolar y la imposibilidad --o la incapacidad-- de adaptación al mundo laboral siempre ha sido un problema, y ahora es especialmente grave en momentos económicamente difíciles.
Existen jóvenes, hasta hace poco sin objetivo, que empiezan a salir adelante. Centros, como el Joan XXIII de Bellvitge, proporcionan formación en oficios técnicos. Magnífico. Pero esto es excepcional. Ante los 98.700 jóvenes que no estudian ni trabajan, no podemos decir como aquella madre a su hijo: "¡Imbéciles!". Sería demasiado fácil. No siempre es culpa suya. Alguna importante base educativa, social y económica está fallando.
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