CINE

'Tres caras': haciendo de la resistencia un arte

La cuarta cinta que Jafar Panahi rueda desde que el régimen iraní le prohibió hacer cine es una 'road movie', una intriga detectivesca y una reivindicación feminista

Estrenos de la semana. Tráiler de 'Tres caras'  (2018)

Tráiler de 'Tres caras' (2018) / periodico

Nando Salvà

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Pese a que en el 2010 el régimen iraní lo sentenció a seis años de reclusión y lo inhabilitó para hacer películas hasta el 2030, Jafar Panahi se las ha arreglado para seguir contando historias filmadas; y la necesidad de esquivar el castigo ha hecho de ellas obras que no son ficciones ni documentales y que, con gran ingenio, ponen en cuestión su propia naturaleza cinematográfica al tiempo que meditan sobre las insoportables restricciones contra las que han sido creadas.

En 'Tres caras', la cuarta de sus películas en este periodo, Panahi vuelve a inspirarse en experiencias propias pero en todo caso desvía el foco de su falta de libertad para ponerlo en la censura y la opresión que oprimen a sus conciudadanos; y eso, paradójicamente, la convierte en su obra más libre desde que le fue impuesta la prohibición.

En sus primeros compases, vemos al director junto a la aclamada actriz Behnaz Jafari –ambos se interpretan a sí mismos– en un viaje por carretera a una remota región del noroeste de Irán para investigar el misterioso vídeo que han recibido, cuyas imágenes parecen mostrar el suicidio de una adolescente con sueños de ser actriz. Pero, ¿es la muerte verdadera o un montaje? Como de costumbre en su cine reciente, Panahi traslada la pregunta al ámbito de la película misma –¿qué es real y qué es ficticio en lo que estamos viendo?–; y aquí además complica esta cuestión con otra, llena de autocrítica: ¿es inmoral o manipulativo escenificar la ficción para hacerla parecer no-ficción?

Deificación de la masculinidad

Aunque fascinante, eso sí, el enigma citado es solo una excusa para que 'Tres caras' nos muestre a los viajeros interactuando con los locales, y comprobando cómo estos deifican la masculinidad y el patriarcado, ya sea con supersticiones estúpidas –como enterrar el prepucio de los niños circuncidados para determinar su futuro– o con acciones que causan terrible sufrimiento. Y para que poco a poco se adentre en una sociedad que priva a las mujeres de la posibilidad de decidir su propio futuro y que, en general, les otorga menos valor que al ganado, y que también reflexione sobre el ostracismo que los artistas sufren en ciertas comunidades y la necesidad de dejarlos florecer.

Mientras hace todo eso, la película avanza a un ritmo pausado y con actitud afable y casi jovial. Pero, tras esa aparente placidez, Panahi oculta un consistente poso de melancolía e impotencia. Una vez más, pues, es complicado categorizar las historias que el cineasta iraní cuenta. Y eso es lo de menos. Lo único importante es que las siga contando. 

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