novela negra
Los asesinos también aman (y cómo)
Daniel Vázquez Sallés golpea en 'Lena' con la historia de amor de dos seres de una "amoralidad salvaje"
Damos por hecho que amar-amar a alguien, amarlo de verdad, amarlo hasta las últimas consecuencias, con generosidad, sin esperar nada a cambio, dispuestos al sacrificio, es algo positivo y que solo está al alcance de personas ejemplares. Pues no. NO. Y no solo por lo que nos recuerdan quienes se han dedicado a desmontar los dañinos mitos del amor romántico, sino por lo que nos enseña este libro: que se puede amar de forma virtuosa desde la amoralidad más absoluta.
Daniel Vázquez Sallés (Barcelona, 1966) arrea un derechazo a nuestras convenciones en Lena, la historia de un amor de varias décadas entre una escritora sedienta de reconocimiento y un asesino profesional tan sediento de ella que está dispuesto a saciar esa ansia con litros de sangre.
Todo surge con una visión playera y una frase: Lena, una aspirante a escritora, apareciendo ante los ojos fascinados de un niño de 12 años abrazada a un pseudointelectual con ínfulas que puede encumbrar su carrera; Lena, ya escritora, rechazando años después a ese niño, ya hombre, con crueldad lapidaria: «Follas bien. Muy bien. Pero nunca pierdo el tiempo con gente cuya vida no pueda ser convertida en literatura». ¿Y hay algo más literario que matar por amor? Así que el niño/hombre abraza la pistola (y el cuchillo, y el cordel de seda) sin más sentimiento que la ilusión de abrazarla un día a ella.
COMO VAMPIROS
Vázquez llevaba años con esa historia en la cabeza. Tenían que ser una escritora y un asesino profesional. «Me interesan las personas que llevan una doble vida. Y ambos lo hacen». Él, porque necesita ser Martín, abúlico esposo y padre de dos hijos, para poder mantener a salvo a Knopfler, adicto a la sangre y a Lena; ella, porque ha de escapar de la realidad y habitar otras paralelas para seguir creando. «La vida de escritor es eso: estar inmerso en la rueda de la cotidianidad (la pareja, los hijos, las facturas) y evadirte de vez en cuando con tus historias». Es en esos momentos cuando el escritor lleva su vida auténtica, como la lleva Martín cuando mata.
«Evidentemente, yo no soy un asesino profesional», sonríe Vázquez a la pregunta de cuánto hay de él en el personaje. Evidentemente, pero algo hay, sobre todo porque resuenan paisajes de su infancia («la imagen de la playa, con el intelectual de élite y la jovencita también la he visto yo», dice) y se intuye que disfruta retratando las miserias del mundo literario (aunque asegura que no pasa cuentas con él) a través de esa diva de la pluma y del mundo que gravita en torno a su ombligo. «Ella es tan amoral como Knopfler. De hecho, son dos seres de un individualismo absoluto. Su única vida son ellos dos. Son dos supervivientes que se encuentran, y que se necesitan y se alimentan uno del otro como vampiros».
Vázquez no escatima cinismo en el retrato de esa «amoralidad salvaje», aunque moleste. A quien lee y tal vez también a quien escribe. «No ha sido fácil, pero no podía aflojar. En el dibujo de los personajes he hecho un esfuerzo de ferocidad total, porque era el tono que me pedía la historia. Al final incluso he disfrutado adoptando esa visión de la vida tan cruda, pero es cierto que ha dolido», asegura. Tanto que dice que la novela le ha dejado «agotado» y con la sensación de que a partir de ella se tiene que «reinventar». Esperemos que se olvide de Knopfler.
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