TOMA PAN Y MOJA
El camarero enrollado
Te tutea como si hubiera pasado dos meses de mochileo en Vietnam contigo, te habla con el tono reconfortante de un profesor de yoga. Por alguna razón, los restaurantes modernos creen que necesitamos cariño
Sientes un calor pulsátil en la nuca: es su respiración. Una cálida presión en el hombro: es su mano. Un siseo hipnótico: son sus susurros. No te alarmes, todo irá bien. Acabas de entrar en contacto con un elemento cada vez más presente en el mundo de la restauración cool: el camarero enrollado. Suele llevar una barba recortada con cartabón, corte de pelo a la navaja y unos antebrazos tan tatuados que parecen el pasaporte de Messi. Gasta una indumentaria de trabajo casual, con algún delantal hecho a medida y una camisa de cuadros. Alerta máxima si lleva pajarita, la pajarita vuelve locos a los camareros enrollados, detrás de una pajarita siempre encontrarás uno.
El camarero enrollado te tutea como si hubiera pasado dos meses de mochileo en Vietnam contigo. Aparece con el sigilo de un suricato, se pone en cuclillas a tu lado y te habla con el tono reconfortante de un profesor de yoga. Durante cinco minutos se convertirá en tu mejor amigo, incluso se permitirá cruzar la línea del contacto físico, como los desconocidos que te cogen el brazo para reforzar sus argumentos. Un buen camarero enrollado, además, tendrá un par de juegos de palabras a punto con algunos nombres de la carta. Hasta se permitirá el lujo de recomendarte platos sin que se lo preguntes.
La simpatía del personal
Por alguna razón, los restaurantes modernos creen que necesitamos cariño. La experiencia foodie también se mide por la simpatía del personal, por esa cercanía mal entendida que tanto desasosiega a los que vamos a comer, no a hacer amigos. A mí, el camarero enrollado me aterra. Porque la crónica negra nos lo ha mostrado repetidas veces: el vecino más encantador, el que te sonríe cada día, es el que tiene más posibilidades de almacenar extremidades humanas en su frigorífico.
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