Conde del asalto

Cuando Barcelona era un ring, por Miqui Otero

Josep Pons Serra analiza en un libro cómo los boxeadores optaron por defender las calles en 1936

Manuel González Guerrero

Manuel González Guerrero

Miqui Otero

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El 19 de julio de 1936, un día después del estallido de la revuelta fascista, algunos en Barcelona pedían taxis mientras otros apretaban los puños en alto. Es decir, algunos ya ensayaban el saludo romano fascista mientras otros se echaban a la calle y muy pronto se saludarían con el antifascista

Justo antes, Barcelona era un ring: hasta 40 clubes de boxeo y salas (Gran Price, por ejemplo), estadios (Les Corts) y plazas de toros (como la de Las Arenas) hasta la bandera en los combates. Sus púgiles saltaron de los cuadriláteros de sus gimnasios para pelear otra velada mucho más oscura. 

'Del ring a les trinxeres. 1936, boxejadors a les milícies antifeixistes', de Josep Pons Serra (editado ahora por la Federació Catalana de Boxa), analiza cómo estos tipos (de clase obrera y afines a lo libertario) optaron por defender las calles, validando aquella frase de Rocky: «El miedo es como el fuego: si lo controlas te dará calor y te mantendrá vivo». 

Young Ciclone, excampeón de España de peso pluma, empuña una pistola y pasa la mañana en la Diagonal y la tarde en Drassanes, mientras cae herido (y pierde un brazo) Arias II. Jack Contray, boxeador negro nacido en la Barceloneta (en la de Puerto Rico) no tiene nacionalidad española, pero se suma a la cruzada. La lista es enorme y variada.

Cuando el 24 de julio sale de la capital catalana la columna Durruti, con 2.550 voluntarios, hay muchos puños de acero. Ahí va Manuel González Guerrero, campeón de España de pesos mosca y gallo (el Geperut, por su pose chepuda al pelear): tendrá un grave accidente en el frente de Bujaraloz, pero no lo matará la guerra, sino el azar (tras sanar asistirá a una función teatral en beneficio de las milicias y a un compañero se le caerá al suelo y se disparará su revólver, acertandole en el vientre).

Las historias son muchas, como la de Francesc Ros, un galán apodado el Valentino de Gràcia, que acabó como piloto republicano (El gallo volador, lo rebautizarían) o la de Joan Trench, preparador del Terrassa Boxing Club: un grupo de sus pupilos se alistaron, así que sus padres, preocupados, le pidieron que los cuidara en el frente como los cuidaba en el ring (así lo hizo).

El favorito de las élites

También hay villanos y bestias pardas. Tomás Cola era el favorito de las élites. En un mundo de mecánicos y albañiles, él dejó su ocupación como empleado de banca en 1922 para dedicarse al boxeo. En sus veladas, era muy aplaudido por el público de las localidades caras, mientras el de general le pitaba. A él le chiflaba bailar el charlestón e incluso fue actor. El alzamiento le pilló cerca de Cádiz y se puso a las órdenes del comandante, ofreciéndole «apoyo incondicional y desinteresado al glorioso alzamiento nacional». 

Historias todas ellas recogidas por Pons Serra, otro héroe a su manera. Sintió la llamada del ring el 25 de febrero de 1964, cuando vio a Cassius Clay proclamarse campeón del mundo. Era un hijo de 'pageses' que se había mudado a una pensión del Vallès para trabajar en la industria barcelonesa. Las diez horas diarias como soldador no sabotearon su vocación y acabó peleando en 13 combates (fue subcampeón de Catalunya) hasta que decidió apuntarse a cursos nocturnos para sacarse Derecho. Su mejor pelea, sin embargo, ha sido a favor de la memoria de esta ciudad, con este libro. Como también se dice en la saga de Stallone: «Recuerda de dónde has venido y lo que te ha costado llegar hasta aquí». 

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