Conde del Asalto
Larga vida al Prize, la iguana de Sant Antoni
Miqui Otero
Escritor
- ¿Eso que el camarero tiene en el hombro es una iguana? ¿De verdad que se llama Iggy?
Se llamaba Iggy la iguana, no el camarero, y eso era así en honor a Iggy Pop y los Stooges. Y sí, el animal presenciaba desde un lugar privilegiado cómo el dueño del garito, Xavi, servía copas.
Era una de mis primeras noches de fiesta y habíamos acabado en uno de los sitios más legendarios del barrio. Hasta entonces, cuando, aún niños, pasábamos por delante del bar lo llamábamos Conan, porque un Bárbaro de cartón tamaño natural custodiaba la entrada. Obviamente, el hecho de que el portero fuera un recortable, y no un tipo ciclado con auricular como en otras discotecas de la ciudad, daba una pista: el bar tendría carácter, pero podía entrar quien quisiera.
A partir de esa noche lo llamamos La Iguana, y no el Conan, aunque su verdadero nombre era otro: Prize. Poco sabía yo entonces que el nombre real de este local, en la calle Floridablanca, guardaba ecos de otra sala: la Price, con c, que en esa misma calle, pero décadas antes, había acogido combates de boxeo, maratones de baile de resistencia o mítines políticos de Andreu Nin o de La Pasionaria.
Este acabó como casi todo en la ciudad en los 70 y 80: convertido en uno de esos chaflanes clónicos de Núñez y Navarro. El otro, el Prize con Z, de Mazinger Z y de Fuzz, corría últimamente el peligro de seguir un destino parecido: desde noviembre pasado se supo que afrontaba graves problemas, por unas deudas cortesía de la pandemia, pero sobre todo por un cambio en la propiedad de la finca que había ido expulsando a todos los vecinos para revalorizarla. Todos no, claro, el Conan de cartón seguía allí y ahora, gracias a la ayuda del siempre heroico Sindicat de Llogateres y del apoyo de colectivos y vecinos (recogidas de firmas, actos reivindicativos, duras negociaciones de más de ocho horas), podrá quedarse indefinidamente y no irá a juicio.
El bar sólo cerrará ocho meses para las reformas necesarias, pero la idea es que se conserve su espíritu. No es fácil definirlo. Quizás podríamos hablar de esa iguana que un día bajó un niño (se la había regalado su padre a su madre para fastidiarla, porque odiaba los reptiles) y que se quedó como mascota (o guía esipritual) del bar: tenía su propio terrario, donde descansaba, pero a menudo acababa en la barra. O del Conan. O de dos relojes con los números al revés (una declaración de principios: el tiempo aquí, como sucede con la mítica taberna neoyorquina McSorley y sus relojes a deshora, no existe). O los pósteres del Último de la Fila en el techo. O los vecinos que echan allí la noche. Una cantina de Star Wars de gente muy distinta y, sin embargo, hermanada. Como esos otros que, en la entrada, juegan al ajedrez a cada lado de la barra: uno piensa que, aquí, jugando de locales, no los ganaría ni Deep Blue, el ordenador aquel de IBM. Esa partida no parece tener ni principio ni fin y ahora, de momento, no lo tendrá.
Un final feliz, como de Hollywood Made in Sant Antoni, en una ciudad empeñada en borrar su memoria. De un tiempo a esta parte yo solo voy un par de veces al año con mis amigos de infancia, Albert y Miki, con los que vi la Iguana en el hombro del camarero bucanero la primera vez. Como escribió Tom Sawyer, cuando todos en el pueblo creían que no volvería: “No estábamos muertos. Estábamos haciendo el pirata”.
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