Conde del asalto

Peluquería y presentaciones, por Miqui Otero

No es aconsejable leer esta novela mientras a uno le cortan el pelo: la tijera podría acabar en la nuca con los espasmos de risa. Juan Pablo Villalobos acaba de presentar su desternillante 'Peluquería y letras'

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Miqui Otero

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Los viernes nada malo puede pasar. Somos civilizados, así que incluso las llamadas que anuncian desgracias o los correos no leídos pueden esperar hasta el lunes.

Los viernes son el día de la pizza por la noche y de la música mientras se mete en el horno. Hay una luz especial en los parques y un brillo diferente en las mesas de zinc de las terrazas. En las canciones se espera que el amor caiga ese día y en las películas jamás llueve. Incluso sale el On Barcelona, en viernes, cargado de promesas. ¿Es entonces el viernes un buen día para que suceda una novela, que normalmente se nutre de los conflictos y no de la calma achispada?

En viernes transcurre 'Peluquería y letras', la novela de Juan Pablo Villalobos (Anagrama) que he presentado esta semana. Todo debería ser normal en una novela que empieza donde las otras acaban. Porque ¿hay algo narrable, más allá del sueño de una siesta, después de que los personajes sean felices y coman perdices? Lo nuevo de Villalobos arranca así: «Éramos felices y comíamos tacos, butifarras y feijoada. Éramos tan felices que yo me podía permitir escribirlo desvergonzadamente al inicio de un libro, como si fuera el final».

Odisea de 100 páginas

Las novelas clásicas suelen acabar en boda, pero en esta el protagonista lleva ya años felizmente casado y con hijos (conoció a su mujer en un seminario sobre literatura del nazismo, lo que nos invita a cambiar la pregunta de si se puede escribir poesía después del Holocausto por la de si se puede escribir novela después de la Hipoteca). Por otro lado, las novelas suelen ocuparse del dinero y del intento de ascenso social. Aquí, los personajes son humildes, pero ricos en una cosa: no desean más de lo que necesitan para ser felices, y el único ascensor que aparece es ese que la comunidad de su edificio en Gràcia quiere habilitar y al que ellos se oponen por considerarlo una derrama excesiva. 

Los viernes se aplazan casi todos los compromisos, aunque es un buen día para ir a la peluquería. Después de intentar que le den un justificante en una clínica, el protagonista (remedo del autor) va a cortarse el pelo. Lleva una cabellera hongo de Hiroshima. La peluquera bretona que lo atiende deja su corte a la mitad porque se cercena un dedo. Huye a la carrera y él se lo queda y lo mete en un potecito. Y ahí comienza una odisea de 100 páginas. La prueba de que «en el pot petit hi ha la bona confitura», además de, en este caso, el dedo de una peluquera bretona.

Un libro desternillante

La novela es desternillante. No es aconsejable leerla en el metro (tomarán sus carcajadas por las de un lunático) y mucho menos mientras a uno le cortan el pelo (los espasmos de risa podrían conducir a la tijera clavada en la nuca). Y aparentemente luminosa, aunque es bajo la luz donde se descubre también lo importante. 

Miren si me gustó esta novela que, aunque tenía cita (un jueves, no un viernes), no fui a cortarme el pelo. Mi peinado recuerda ahora a un seto neurótico, a un dibujo animado con un enchufe chamuscado en la mano, a un Perec entre Blanes y Cadaqués (despeinado por la Tramuntana). Quizás no fui porque la novela se me hizo tan corta que albergaba la ilusión de convertirme, durante la presentación, en personaje para vivir unas cuantas escenas más de esa celebración de la vida, que es algo que solo entienden de verdad los que temen perder todo lo bueno que esta ofrece.

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