Conde del asalto

El artículo de Miqui Otero: Pedales y biberones

La actitud de un local con los niños es una manera de conocer su salud moral

bar

bar / Instagram

Miqui Otero

Miqui Otero

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Del mismo modo que una breve visita al lavabo de un bar puede ser una sutil forma de calibrar la higiene y salubridad de la cocina, la actitud del dueño de un establecimiento con los niños (ese incordio de carritos y ruidos) puede ser la mejor manera de conocer su salud moral

El otro día fui con los míos a un conocido local adornado con temática ciclista. Uno podría pensar que los amantes de esta disciplina estarían educados en la contingencia: famosas son las imágenes de ciclistas orinando a lomos de su bici bajando el Alto del Piornal o mordisqueando un plátano en el Alpe D’Huez sin dejar de pedalear. Los padres de muchachada somos, al fin y al cabo, un poco como los ciclistas: siempre cansados, cargando bidones de agua y consumiendo restos de plátano (tan rico en potasio) donde nos dejan.

Campamento base

Llego con ellos a este precioso establecimiento y plantamos el campamento base en el vacío patio interior: zigzag de bombillitas, trino de algún pájaro vecino, mesas de madera. Hago planes: este puede ser un buen sitio para escribir en calma, incluso para presentar en sociedad lo escrito, para merendar de vez en cuando con ellos.

No hay zumo de piña, así que les pido dos zumos de naranja. En el momento en el que mi hija (un año) y mi hijo (cuatro) ponen los labios en la pajita están consumiendo diez euros. No me importa ese precio disparatado, de fruta robada en el Pati dels Tarongers o en el Jardín de las Hespérides, de ambrosía de dioses griegos en un aeropuerto del Olimpo. Al fin y al cabo, yo puedo tomarme una cerveza tranquilo mientras espero a mis amigos.

Pero llega la fractura. Quizás por aburrimiento, el mayor dice que tiene «un poto de hambre». Ya ha merendado, así que ese poco no es una petición de menú completo, sino algo para distraerse. Llevo los restos de un sándwich reciente, así que, para amenizar la espera lo abro y le tiendo un pellizco a él y otro a la bebé. Sonríen. Lo hacen hasta que aparece la encargada del bar. Su cara, la que pondría el de una gasolinera si me encendiera un piti con un zippo al lado de un surtidor.

Me afea la actitud. «Aquí no se puede consumir», dice. La frase es contradictoria, ya que entre los dos (que suman apenas cinco años de edad) llevan 10 euros en 10 minutos. Pero entonces matiza, amagando con un braceo contrariado: «Nada de fuera». «Hombre, ¡es que nosotros servimos comida!», añade. Claro, quizás las 18.30 es el momento idóneo para que niños de preescolar prueben los canelones de ossobuco o el morro de bacalao alla siciliana. Recomendado por la OMS. Su mirada nos insta a detener la deglución.

Perplejidad total

Recibo con cara de muñeca hinchable (de perplejidad total) a mis amigos, que vienen a presentarme a su recién nacido. Se me plantea una duda metafísica: si la bebé llora y pide pecho, ¿estaremos incurriendo en un crimen si su madre la amamanta? Podría ser, porque he visto alguna botella de leche en la barra. ¿Tendremos que pedir un latte macchiato y dárselo en un biberón? ¿O quizás sea un buen momento para que ese bebé de dos semanas pruebe los raviolis con guindilla? Lo que sea, lo que sea por no molestar. Si voy al baño, pediré una botella de Solán de Cabras para no gastar agua de la cisterna.

Sirva este texto para recomendaros este templo de la amabilidad (casi se me olvida decir el nombre: Eroica Caffè) y para decirle a la señora lo que no pude decirle en persona: muchas gracias.

Suscríbete para seguir leyendo