Conde del asalto

Abrazo de Mujeres | El artículo de Miqui Otero

El grupo de rock de garaje llenó Razzmatazz de fans que se sabían cada canción

Mujeres

Mujeres / Jordi Cotrina

Miqui Otero

Miqui Otero

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Hoy tuitea escondido en algún lugar remoto de los Transcárpatos, después de huir de un Kiev cercado por las bombas. Pero en 1996 Andréi Kurkov publicó una historia ambientada en la capital ucrania: 'Muerte con pingüino'. En esa novela, un escritor en horas bajas está deprimido hasta el punto de adoptar a un pingüino famélico. Lo mete en su piso, le llena la bañera, le compra pescado. El animal está triste, casi tanto como él. No está acostumbrado a vivir entre cuatro paredes. Aun así, la novela es divertidísima.

Durante el confinamiento estricto, y luego en esa desescalada privada de brindis y bares, todos fuimos un poco como pingüinos melancólicos: paseándonos por el pasillo en bata, llenando y vaciando bañeras, comiendo sin demasiada hambre, bebiendo sin amigos a mano. En ese contexto, sin embargo, no escuchamos discos tristes, sino eufóricos. Durante esos meses, Mujeres, un grupo garajero de tres amigos barceloneses, sacaron un disco esplendoroso de los que dan calambres. La gente los escuchó a volumen 11 sin salir de la cocina. Pingüinos caseros bailando en un invierno pandémico, deseando salir. Mujeres ya llevaban mucho tiempo picando piedra y encontrando fans. Pero el pasado viernes vendieron 2.000 entradas y llenaron un Razzmatazz atestado de aquellos pingüinos, ahora berreando sus himnos. Un pingüino, o un grupo como Mujeres, ya es especial en cualquier contexto. Pero aún más si lo encierras en un piso con toda la sed y las ganas de salir. 

Concierto con claveles

La primera vez que vi a Mujeres, hace unos 243 millones de años, cuando los dinosaurios dominaban la Tierra y no existían ni los pingüinos ni los seres humanos deprimidos, éramos unas decenas de personas en el Heliogàbal. El segundo concierto, en la actual Sala Vol, lo organizamos entre amigos. Horas antes fuimos a comprar cientos de claveles rojos. En uno de los picos de euforia de ese concierto, quizás cuando Yago o Pol surfeaban entre el público con el instrumento enristrado, decidimos lanzar todas esas flores. El suelo quedó pintado del rojo carmín de los pétalos, como después de una batalla extática. 

Rock y amistad

La última vez, hace unos días, todo había cambiado. Con la pequeña enfebrada, y mi pareja cediéndome generosamente un permiso de de dos horas, les escribí para saber la hora exacta del primer guitarrazo. Taxi con la lata de Estrella en el bolsillo de la gabardina, triple trago a las puertas del Razz, entrada en PDF en la pantalla del móvil. Había quedado con Rafa y, pese a que sabíamos que habían crecido, no nos imaginábamos el estallido de una sala enorme llena hasta la bandera. No era gente que había ido al concierto, sino fans que se sabían cada una de las canciones. Que, seguro, las habían cantado en la cocina con los cascos puestos. 

En uno de sus hits de desescalada, Mujeres cantaron no sobre lo que pasaba, sino sobre lo que querían que pasara. En 'Rock y amistad', decían: “Yo sé que nada está muy bien / Que es lo que todos creen / Todos menos nosotros”. Y luego invocaban salones con 100.000 vasos que nadie abandonaría jamás y abrazos tan memorables que saldrían en 'El País'. 

Eso, justo, es lo que pasó el otro día. Y yo los miraba como quien ha ayudado a regar una planta exótica y preciosa en un jardín casero. Y que ahora se cobija de bombas europeas y peores presagios bajo la copa de un gran árbol que da luz y da sombra y asombra a miles de personas.

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