Conde del asalto

El artículo de Miqui Otero: Viaje a Marte

Parece que en lugar de cielo en Barcelona tengamos un tupper sucio puesto boca abajo. Pero ese tipo de rachas sin sol ya no son motivo de angustia cuando de repente te ves en la capital de Marte

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alima / EFE / Carlos Barba

Miqui Otero

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Vuelo en un avión regional que conecta Madrid con Almería mientras leo un artículo de un diario económico titulado 'Qué hacer en Bolsa ante el riesgo de guerra nuclear: comprar', ilustrado con el estallido anaranjado de un hongo atómico. Entonces, levanto la vista y la ventana ovalada enmarca un cielo color calabaza rabiosa

He leído arranques de novela distópica mucho menos inquietantes que este y, sin embargo, eso me sucedió hace unos días. 

Bajo del avión pensando en que, si verdaderamente estallara, más que invertir en Bolsa, me pondría una en la cabeza o invertiría en tranquilizantes o en sobornar al segurata del búnker más próximo. Para calmarme, me pongo los cascos y le doy al 'play' a la canción 'Orange Skies', de Love

Celia ha traído borrascas de arena del Sáhara a algunos cielos españoles y yo he viajado, por cosas del azar, a uno de los más extremos. Me perdonará el lector de este diario si esta semana no escribo sobre Barcelona, pero es que acabo de aterrizar, o alunizar, o amartizar, en Almería, capital del planeta Marte

Hay un momento extraño de la tarde, cuando me animo a pasear por la ciudad andaluza, en que coinciden fugazmente el sol y la luna. Y ahí sí, definitivamente, creo que estoy en Tatooine, el lugar de los dos soles, lo más alejado del centro del universo de 'La guerra de las galaxias'.

En Barcelona estos días el cielo también es extraño. Parece, como me dijo una amiga un día mirando el de Manchester, que en lugar de cielo tengamos en nuestra ciudad un tupper sucio puesto boca abajo. Pero ese tipo de rachas tormentosas y sin sol ya no son motivo alguno de angustia, cuando de repente te ves en un lugar que parece iluminado permanentemente por la luz ámbar de un semáforo. 

El juicio final

Aquí, en Almería, capital de Marte, me dice un colega que los almerienses son muy sensibles al mal tiempo. Cuatro gotas y cancelan una cena importante. Hoy, obviamente, no hay ni un terrícola, ni un marciano, por la calle. Parece la versión aún más cerca del juicio final de aquellos días de primer confinamiento.

La arena se estampa contra las lunas de mis gafas como insectos en la de un coche, mis dientes ya mastican ese polvo en suspensión (como cuando comes almejas o berberechos sin limpiarles la arena), la mascarilla quirúrgica parece papel de estraza y al cabo de un par de horas ya noto un dolor agudo de laringitis invernal. 

Un 'shock' para los barceloneses

Sin embargo, sé que estoy verdaderamente en otro planeta cuando decido dejarme de paseos y pasar por una zona de avituallamiento. En el primer bar, con la primera caña ya quieren endilgarme una tapa prodigiosa. Digo que no tengo hambre (he ingerido demasiada arena) y contratacan ofreciento alternativas más ligeras: un poco de queso o una gamba con gabardina. Estamos hablando, claro, de tapas gratuitas.

Toda mi familia es gallega, así que esto no debería cogerme tan desprevenido. Pero aun así, y por muchas veces que lo haya vivido, esto siempre es un 'shock' para un barcelonés, cuya máxima aspiración en la vida es que en un bar del Eixample le pongan con la caña los cacahuetes rancios que sobraron del anterior cliente o los mejillones Chernóbil del menú del lunes maquillados a la vinagreta. Es entonces cuando mando una foto del cielo naranja a mi casa. Y me contesta mi vástago con un vídeo: “Quiero ir a ese planeta”. Algún día, pronto, quizás demasiado pronto, digo, entre dientes enarenados.

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