Conde del asalto

El artículo de Miqui Otero: Trata de arrancarlo

La mejor tarde de domingo, gracias a mi coche. Un coche al que se le acaba la batería antes que a un segurata la paciencia

MNAC

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Miqui Otero

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Estoy en un descampado de la montaña. No puedo ni cerrar el coche ni salir de él. Hay una pareja en chándal que enciende un infiernillo encima de una mesa de cámping. También hay un tipo descamisado que está arreándole latigazos al suelo con una cadena. Y una pareja que merodea entre los coches comentando los salpicaderos y otra, algo más lejos, que se morrea con mucha lengua y aspaviento. Han encendido allá arriba los famosos rayos y a tan solo unos metros, un montón de turistas presencian un atardecer dominical de cielo cobalto agujereado por luna llena. Una decena de roedores se persigue por este párking público y me pregunto si son ratones de campo o ratas de ciudad, porque estoy en Montjuïc, así que hay un poco de cada. Por cierto, son grandes, más tamaño ardilla que musaraña y más peli de Scorsese que 'Ratatouille'.

En definitiva, la mejor tarde de domingo, gracias a mi coche. Un coche al que se le acaba la batería antes que a un segurata la paciencia. Y que me deja tirado de forma sistemática, como para recordarme algo en lo que pienso mucho estos días de clima bélico: cualquier viaje puede ser el último

Dicen que Sam Phillips le dijo a Johnny Cash: «Tienes que cantar como si te acabara de atropellar un camión y solo tuvieras tiempo de cantar una última canción». Algo así es lo que sucede cada vez que intento coger mi coche. Mis vecinos, por cierto, tienen problemas con el cámping gas. Espero que no vengan a pedirme sal.

Conducir en troncomóvil

Todo ha empezado como una tarde plácida de lavadoras y Saigón de juguetes desordenados. Pero hace unos días el coche nos dejó tirados en el párking, así que es un buen día para llamar al seguro y solventarlo. Todo va viento en popa y me invade ese calorcillo de la tarea pendiente por fin afrontada. Cuando el de la grúa pone las pinzas en un par de puntos estratégicos bajo el capó, parece que me esté cargando la electricidad a mí también. 

  -Nada, ahora das un paseíllo y así se queda cargado el coche. 

  - ¿Adónde voy?

El de la grúa valora contestarme que a la mierda, pero responde que al sitio que me haga ilusión. Deambulo sin destino. Doy cinco vueltas a la misma manzana. Conducir por el Eixample, con sus calles idénticas, me recuerda siempre a Los Picapiedra: en las escenas en las que viajan en troncomóvil siempre aparece el mismo pájaro, la misma nube, la misma montaña. ¡Un momento! He tenido una idea. Recluto al resto de mi núcleo familiar y vamos a Montjuïc.

Gracias, Tiburón

Mi coche no es un coche, es un tiburón: si paras, se muere. Aun así, llegamos a la montaña. Nos bajamos a la altura del MNAC para ver la puesta de sol. Un teclista esforzadísimo está tocando preciosas melodías de Cole Porter. Turistas tapan con sus jetos las vistas en sus selfis. Las estatuas neoclásicas se recortan sobre un cielo rasgado por nubes mandarina.

En ese momento doy gracias a mi coche por animarme a salir de casa. Me ha regalado esta puesta de sol. Todos deberíamos ser turistas en nuestra ciudad. Muchas gracias, Tiburón. Hasta que intento abrir con la llave y no funciona. Y uso la de emergencia y entro y nada responde. Y me quedo ahí solo pensando en buscar una moraleja (todo viaje puede ser el último) que le dé sentido a esta noche. La gente se pone retos metafísicos, ¿no? La próxima vez que arranque me planto en los Monegros, quizás con ayahuasca en la guantera.

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