Conde del asalto

El bar Marsella de Barcelona

Rosalía y Rauw Alejandro, dos vampiros por el Raval de Barcelona en su último videoclip

El bar más antiguo de Barcelona se conserva, aparentemente a salvo de especulaciones y Cristasol, en el corazón del Raval. Aún sirve absenta con el tenedor de postre sobre la boca del vaso de agua

Bar Marsella

Bar Marsella

Miqui Otero

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Es algo común a los equipos y los bares de las ciudades grandes: del mismo modo que llega un momento en que todos los jugadores de tu equipo son más jóvenes que tú (y te aferras a la figuras cuarentonas del portero senecto de algún equipo pequeño), lo mismo sucede con los lugares donde solías beber.

Estoy exagerando, claro, pero sí es cierto que en Barcelona, donde los bares suelen cerrar con ese empeño de limpiar el pasado, hay pocos lugares donde puedas sentir que el polvo de la historia se acumula sobre mesas y botellas. Hay un lugar donde eso no sucede. Es el lugar desde el que escribo hoy. 

El tiempo no pasa

He venido al Marsella por un rodaje de trabajo, así que es la primera vez que lo disfruto vacío y que puedo fijarme aún más en los detalles. El bar más antiguo de Barcelona, que abrió sus puertas hace 200 años y que se conserva (aparentemente a salvo de especulaciones y Cristasol) en el corazón del Raval. 

Me recuerda a la neoyorquina taberna de McSorley, inaugurada en 1854, en la calle 7, al final del Bowery, por un inmigrante irlandés. Sobre ella escribió el gran Joseph Mitchell, que retrató su parroquia imposible de trabajadores indios, bohemios garabatealibretas, gitanos y mujeres barbudas. Un lugar donde, apuntó él, los relojes, siempre detenidos, nunca marcan la hora. Quizás porque el tiempo no pasa, ni el de la noche ni el de los años. 

Nuestro equivalente sería el Marsella, el único garito turístico donde no he tenido remilgos en ir a beber en diversos momentos de mi vida. El techo desconchado, las paredes revestidas de una madera que todo lo ha escuchado, la lámpara de araña con más telas de araña del mundo, el suelo de baldosa hidráulica con socavones, la barra con esas piedras ovaladas y centenarias. Nada ha cambiado aquí. De hecho, aún se conservan dos legendarios carteles, herencia del intento franquista de sofocar cualquier travesura: «Prohibido cantar» y, el mejor, «Prohibido estacionarse en las mesas».

Bar con fantasmas

El segundo siempre me ha hecho gracia. Si alguien hubiera colmado su deseo de «no salir jamás de este bar» habría visto beber aquí a Picasso y a Hemingway, a Scarlett Johansson y a Javier Bardem, a alborotadores liberales y a republicanos caídos, a prostitutas de Robadors y a diseñadores suecos con beca Erasmus y tarjeta de platino. Pocos lugares en la ciudad podrían explicarla mejor que este. Es el equivalente de esa anciana de Eslovenia que, sin moverse de la silla frente a la puerta de su casa, en 150 años podría haber vivido la ocupación de varios ejércitos de ideologías enfrentadas. Aquí, bohemios con veleidades simbolistas, pistoleros de los años 20, antifranquistas sometidos y estudiantes de Erasmus atraídos por el titular de Tripadvisor.

Hay un hilo verde que los une. El del absenta. Aún se sirve con el tenedor de postre posado sobre la boca del vaso de agua. Con un terrón empapado de licor de anís con extracto de ajenjo encima. Dicen que provoca alucinaciones y mi yo de varias décadas lo puede atestiguar. También el de hoy. Es un bar hoy poseído por los fantasmas del pasado. Parece que cerrara de repente sin retirar las cortinas ni limpiar el polvo de las vitrinas ni descolgar esos carteles de refrescos que nadie bebe ya. La demostración de esos bares, tan raros en nuestra ciudad, de los que en realidad jamás sales.

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