Conde del asalto

Me sobra Carnaval

Los niños tienen más cambios de vestuario que Celia Cruz y Beyoncé juntas

Carnaval

Carnaval

Miqui Otero

Miqui Otero

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Me muerdo los carrillos por dentro y me froto los ojos con los nudillos. Acabo de cruzarme a un pingüino de dos metros. Debe de ser un sueño, porque muchos niños parecen hoy Johnny Rotten en la primera gira de los Sex Pistols: los pelos rojos, como pequeñas hogueras de llamas en punta. En el mercado, me tiende 200 gramos de jamón de york la Bruja Avería. ¿Es ese grupo multicolor de guiris una bolsa de Lacasitos? ¿Acaba de detenerse en el semáforo un grupo de enfermeras de 'Kill Bill'? ¿Son esos dos tipos que se alejan Pablo Casado y Teodoro García Egea?

En realidad los dos últimos son vendedores de Tecnocasa en traje. Y todo lo otro no es un sueño. Es Carnaval en Barcelona. El hecho de que la tradición aquí no sea la de Cádiz o Vilanova aplica una cosa caótica a la semana, sin protocolo ni calendario, que emparenta estos días con un desfile manicomial

Después de dos años de baile de máscaras vienesas (más bien de mascarillas), no sienta mal regresar a este punto. Hay algo encantador en que durante unos días la realidad sufra estas fracturas oníricas. En las que se acepte como normal ver a hombres hechos y derechos portando los calzoncillos por fuera (esto es, disfrazados de superhéroes). 

Pese a que resulta más entretenido el paseo y la rutina, la diferencia aquí es si el disfraz es voluntario o impuesto. Pocas cosas me entristecen más que ver a una cajera de gran supermercado obligada a llevar unas antenas de la abeja Maya o a un camarero de una franquicia de pan congelado con gorrito de duende. Se supone que el Carnaval típico, costumbre antigua, permitía el encuentro en la calle de todas las clases sociales amparadas en su anonimato. Pero siempre hay clases. Una cosa es desnudarte y otra que te destapen. Lo mismo con los disfraces.

Decía Chesterton que «los disfraces no disfrazan, sino que revelan. Cada uno se disfraza de aquello que es por dentro». Yo, que me disfracé en una ocasión de Jack el Destripador y otra de cucaracha, puedo llegar a estar de acuerdo, siempre que no se aplique sobre trabajadores que cobran una miseria. 

Padres estilistas

Aunque otro punto de interés, que padezco estos días, está en el colegio. Carnaval no es un día, sino toda una semana. Los niños tienen más cambios de vestuario que Celia Cruz y Beyoncé juntas. Todo con una disciplina castrense, de mili en Melilla. Lunes en pijama. Martes, elegancia de boda. Miércoles, peinado loco y de colores. Jueves, de tribu urbana. Viernes, de personaje de circo. Al final de la semana, mis retoños es posible que no sepan si son el hijo de Ángel Cristo o el primo de una tostadora. 

Convertido yo en un estilista más proficiente que la figurinista y encargada de maquillaje y peluquería de Cleopatra, bolsas de material para tanta disociación de la personalidad, aplico gomina, tinto con espray, hago collares con tachuela de purpurina y corto sábanas que serán capas.

Al final, el disfraz más inesperado, si me lo llegan a contar hace unos años o si me pudiera ver por una mirilla temporal desde la que se pudiera observar el futuro, es el de padre aplicado. Aquello era cuando iba «derechito al baile» cantando «me sobra Carnaval», de Los Enemigos. Aunque la cabra tira al monte y es posible que, en algún despiste, me veáis mañana bebiendo en un bar en pijama o participando en la presentación de un libro disfrazado de Dembelé.

Suscríbete para seguir leyendo