Conde del asalto
Escuchas en los restaurantes
Desde que soy un niño lo hago. Algunos tienen síndrome de Peter Pan. Yo tengo síndrome de Villarejo
Miqui Otero
Escritor
Soy el camarero que se queda demasiado cerca de la mesa y mira de reojo, soy el micrófono dentro del jarrón de flores en La Camarga, soy ese otro tipo que tres mesas más allá oculta su cara tras las páginas de un periódico, soy ese zippo dorado de la Stasi con un chip que lo está grabando absolutamente todo, soy la cámara oculta. En definitiva, soy el que espía, y encima quiere anotar, las conversaciones de desconocidos mientras comen.
El otro día me reencontré con mi vocación en un restaurante céntrico. Llevo un par de años en los que apenas he entrado en locales, así que me sentía como Arsène Lupin antes de un robo y después de años de cárcel. O como un futbolista que reaparece en el campo después de meses y meses de lesión.
El restaurante era perfecto: techos altos y de cristal que permitían que una luz muy fotogénica bañara la escena. Hilo musical no demasiado intrusivo, con el volumen exacto: lo suficientemente alto para que la gente crea protegidas sus conversaciones, pero lo suficientemente bajo para que yo pueda escucharlas.
Pedimos croquetas de langostino y un trozo de lubina y un carpaccio de hinojo. No suelo comer tan bien, así que sentí el menú como parte de mi coartada.
Desde que soy un niño lo hago. Algunos tienen síndrome de Peter Pan. Yo tengo síndrome de Villarejo. Desde la más tierna infancia, mi madre ha sentido vergüenza por mi tendencia a quedarme mirando fijamente, las orejas de perro en alerta, a los comensales de la mesa de al lado, muchísimo más interesado por la charleta vecina que por la nuestra. Si hubiera podido, le habría pedido a los Reyes Magos una trompetilla de bronce para colocarla en mi oreja. «Algún día te van a acabar diciendo algo», me decía. Ese sofoco se traspasó con el tiempo a mi pareja, que pronto reparó en esta manía. Unos prismáticos de estos que se usan en la ópera no me vendrían mal, pensaba yo. «Algún día te van a hacer una cara nueva», me dijo un día.
Durante este tiempo pandémico me he cruzado con desconocidos: en metro o por la calle puedes jugar a fabular con sus vidas, pero no es lo mismo. Las terrazas, el lugar que más he frecuentado, no son lo mejor para esto: las frases se extravían a menudo si un techo no atrapa su sentido.
Conversaciones ajenas
En el restaurante de este fin de semana un señor comía con su hija (o eso parecía, nunca se sabe) hasta que llegaron unos conocidos y se entregaron al ritual de los saludos y quedaron en verse en Baqueira. Me encantan estos momentos de confusión, en los que la gente se emplaza a verse y automáticamente reza el rosario para no volver a coincidir jamás.
Me gusta también asistir a la génesis de los personajes. Como cuando, en un japonés, escuché a un grupo de estudiantes de ESADE. Uno de ellos andaba mal de fondos. «Ya te pagamos nosotros, no pasa nada», dijo uno. Y otro añadió: «Total, el año que viene estarás ganando 30 k».
Me gusta cuando muy seria, rastro de comida en la comisura y servilleta al cuello, una persona asegura por teléfono que no puede hablar porque está en del AVE. O cuando en otra alguien, en plena discusión, dice la palabra mágica para que se líe: «Tranquilo».
Nos hemos quejado de que durante la pandemia vimos menos a nuestros seres queridos y perdimos contacto con esos conocidos a los que tenemos cariño. Yo, además, echaba muchísimo de menos a los completos desconocidos.
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