Conde del asalto

Entrenar con público

El entreno del Barça a puerta abierta tiene algo de ritual de una corte monárquica. No es tan distinto del protocolo de Luis XIV en Versalles, cuando se iba a acostar, almorzaba o se despertaba con público

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Miqui Otero

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Como pretendía comenzar el año mirando al futuro, más que pensando en el presente, no se me ocurrió mejor idea que ir a ver el entrenamiento del Barça. Sobre todo de éste, compuesto por tal cantidad de adolescentes de talento en etapa Clearasil que uno piensa, como dijo ayer un amigo, que en cualquier momento van a tirar del Club Super3 para alinear a la siguiente promesa. 

Ya es una tradición, algo así como el baño de Año Nuevo en las frías aguas de enero en la Barceloneta. La entrada al Camp Nou es casi gratuita (un precio simbólico de tres euros: dos menos de lo que cuesta el frankfurt del campo), así que esa sesión se convierte en una fiesta infantil donde los culers podemos ver a nuestro equipo esprintando, haciendo rondos (hay jugadores en esta plantilla, más bien mediocres, que serían Balón de Oro de rondo si Ibai se animara a montar un Mundial) o repartiéndose petos para la pachanga. La sensación es extraña, porque te descubres aplaudiendo una acrobacia, un jugador que hace el caballito con un compañero o cualquier gesto de complicidad con la grada. Es como si a mí me aplaudieran cada vez que le pongo nombre a un documento de Word mientras le doy un sorbito a mi café frío.

El Despertar del Rey

Además, el entreno, normalmente a puerta cerrada, tiene algo de ritual de una corte monárquica. De algún modo, no es tan distinto del protocolo impuesto por Luis XIV en Versalles, cuando el monarca francés se iba a acostar, almorzaba o se despertaba con público. De hecho, más de un centenar de personas asistían al Despertar del Rey. A las ocho y media de la mañana, un ayudante de cámara que había dormido al pie de su cama, le susurraba: “Señor, es la hora”. Luego entraba su médico a chequear si todo en orden. A continuación, las figuras más destacadas, que podían presenciar como el Rey, aún encamado, rezaba durante un cuartito de hora. Después, el resto: salía de la cama, se ponía su bata y se dejaba peinar cada día y afeitarse en días alternos.

Ayer, mientras veía a los talentosísimos jóvenes del equipo, mientras masticaba la idea de que mi hijo, de cuatro años, estaba conociendo en ese preciso instante a sus futuros ídolos (de Pedri a Nico, pasando por Ansu), me planteaba si podríamos continuar con el día de la misma manera que en Versalles.

Me imaginé, de repente, que los jugadores firmaran por contrato tener público en todas las rutinas de su vida. Me vi abriendo la nevera de esas casas de futbolistas, absolutamente idénticas entre ellas, con sus pufs blancos y sus moquetas para poder jugar a fútbol en calcetines, con sus infinity pools y sus jardines con pérgola. Me vi también en las discotecas donde los más jóvenes comenzarían a capitalizar la erótica de la camiseta blaugrana. Me vi en sus asados y en sus partidas de Play con mate y boloñesa.

Mientras tanto, allí seguíamos, en el Camp Nou, aplaudiendo el partidillo entre los que llevaban peto fluorescente y los que no. Mi vástago mordisqueaba su primer frankfurt del Estadi, con la bandera blaugrana que nos habían regaldo entre las rodillas. Y pensé que por una vez había acertado: si quería arrancar el año mirando al futuro, estaba viviendo el futuro en los que pateaban el balón en el campo y al lado de quien mordisqueaba su primer bocadillo futbolero. Pude imaginar goles de dentro de 20 años en ese mismo césped y abrazos de gol en cualquier bar, conmigo o sin mí.

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