Conde del asalto
Una Coca-Cola
Me acaban de cobrar 3,5 euros por un refresco en un bar infame. "Precio turista, ya sabes"
Miqui Otero
Escritor
Cuando me dice el precio de la Coca-Cola, mi cara se deforma como cuando el personaje recibe un puñetazo que la película reproduce en slow-motion. Se me desordenan los mofletes como si fueran de plastilina y los agitara un ventilador industrial. El gesto se me me altera lo suficiente para que la camarera de este bar de la plaza del Pi se excuse con una sinceridad admirable: "Precio turista, ya sabes".
Me acaban de cobrar 3,5 euros por un refresco en un bar infame. Mientras rebusco la calderilla en mi monedero, me asaltan famosos eslóganes de la pandemia. “Saldremos mejores” (sin duda). “Saldremos juntos” (quizás para poder sufragar a medias las consumiciones). “La vida se abre paso”.
Recuerdo cuando, al cabo de unos días de confinamiento estricto y parón productivo, comenzaron a rular imágenes de jabalís hollando los parterres de la avenida Diagonal y de flores hasta en las plazas duras. También de las aguas cristalinas del mar al lado del hotel Vela. Entonces también se decía que la vida, o la naturaleza, se abría paso. En esa época, también, se reflexionaba sobre el modelo de ciudad en general y la hostelería en particular.
Pasó cierto tiempo y se relajaron en cierta medida las restricciones, pero aún no se podía visitar Barcelona desde el extranjero. Recuerdo cuando los bares de las Ramblas se quejaban porque, a pesar de haber reducido drásticamente los precios, los barceloneses seguían sin ir. A buenas horas.
Una capital casi vacía
Paseábamos, entonces, por esa capital extraña y casi vacía. Tenía un aspecto desvalido y raro. En concreto, el aspecto de una persona de constitución muy gruesa que mediante operaciones en clínicas o dietas muy poco sanas había perdido demasiados kilos en muy poco tiempo. La ciudad no estaba sana y delgada, sino que le colgaban las pieles: esto es, decenas de franquicias cerradas en el centro, poco parque caminable, poco que hacer cuando había poco que consumir.
En aquellos meses, y ya que no se podía salir a otros lugares, yo bromeaba con convertirme en un turista en mi propia ciudad. Armado de chanclas, riñoneras, lonely planets y bizqueando en cada esquina, tanto estrenaba un parque remoto como visitaba el Museu dels Esports o me subía en las Golondrinas.
No vivía en la convicción de que saldríamos mejores, claro, pero sí albergaba la vaga esperanza de que saldríamos algo diferentes. Eso si salíamos, cosa que aún no hemos hecho, por mucho que ya salgamos más de casa.
Turismo de crucero
“Todos somos hijos de Marx y la Coca-Cola”, decía Gordard. Algo que pienso sin duda cuando me reclaman estos 3,5 euros por una (y caliente). También pienso que quizás soy yo el que he salido peor. Me he convertido en lo que siempre he criticado: el plumilla que se queja en su tribuna de alguna nimiedad que le ha pasado un lunes a media tarde.
Pero es que esa Coca-cola no es solo un timo, sino también un síntoma. Una ciudad que intenta corregir su rumbo (gracias a determinadas iniciativas de movilidad o moratorias en las licencias de determinados establecimientos), pero que se despista y vuelve a latir como lo que era: puntera en el turismo de crucero, que siempre olvida el capítulo anterior.
Con mi cara convertida en un dibujo cubista de Picasso, sigo mirando a la camarera. "Beautiful", contesto, mientras pago convertido ya en turista en mi ciudad.
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