Conde del asalto
Ahí está la vacuna
Ser citado, primero, y acudir a la vacunación, después, es lo más parecido a asistir a una cena de exalumnos del colegio
Miqui Otero
Escritor
Uno se dirige jovial y dicharachero a su cita. Enfila la calle de Montalegre escuchando en los cascos 'La inyección', de Los Amaya. Justo cuando tararea a todo pulmón "Que te la pongo, que te la pongo", ve la cola. Su camada. Unos 300 recordatorios, en fila, del paso del tiempo.
Ser citado, primero, y acudir a la vacunación, después, es lo más parecido a asistir a una cena de exalumnos del colegio. Hay cierta ilusión, no exenta de pereza pero dominada por la curiosidad, aunque lo que realmente aguarda es un choque violento con la mortalidad de la carne. Es decir, con tu edad. Una vez abandonado el colegio, pocas veces vamos a un lugar donde todos los presentes tienen nuestros años. Y si en el patio escolar vemos si somos altos o bajos en función de nuestros compañeros de pupitre, aquí podemos tasar nuestro deterioro físico en función de los compañeros de cola.
El reino de las 'tote bags'
Mi camada (la horquilla entre el 76 y el 81) es el reino de las 'tote bags', los pantalones pirata, las ojeras de Panda. El hecho de que algunos centros masivos de vacunación, como el de Fira o como el mío (al lado del CCCB), coincidan con el escenario de festivales de música subraya la ironía.
Hay, desde luego, cierta renuncia en el uniforme. También la perplejidad algo embustera del jubilado que por primera vez va a un viaje del Imserso y vuelve diciendo que no lo pasó muy bien "porque el resto eran todos unos viejos". La cola, y luego los boxes de vacunación, son como la atracción de los espejos cóncavos y convexos, deformantes, del Tibidabo.
Aquí todo el mundo viste joven sin serlo. Sí, todos hemos tenido servilletero de plástico con forma de fruta regalado por Danone, todos hemos visto durante años la cestita de peladillas de la primera comunión al lado de la tele, todos hemos intentado limpiar una Mano Loca, pegajosa como el calor que hoy hace, todos hemos entornado los ojos frente al Canal + codificado.
Frente a nuestros dobles
Así que aquí estamos, frente a nuestros dobles. Mirando al abismo para que el abismo nos devuelva la mirada. Ordenados como en la cola de gimnasia o en la de la excursión al zoo para ver a la orca Ulises. Aún sabríamos decir algunos bares de este barrio que cierran tarde, aunque es probable que, en realidad, hayan cerrado para siempre hace tiempo. Conservamos números a los que nunca llamamos y bebemos la mitad para tener el doble de resaca.
Hoy, sin embargo, gracias a todo ello nos vacunan. Así que, por una vez, adoramos tener esta edad. Míralos, a ellos, los reconozco: bíceps trabajadísimos (de cargar niños de tres años con un brazo y bicis sin pedales con el otro) y barrigas abombadas (el río de la cerveza). Algunos perdisteis el trabajo en 2008, algunos cobráis menos ahora que cuando acabasteis la universidad, alquiláis coches si algún día salís de la ciudad y os jodió un poco que la T-10 se volviera unipersonal a pesar de que no la compartíais con nadie. Quizás incluso os haya empezado a gustar el jazz, o la clásica, y odiáis la maldita nostalgia, pero el caso es que el otro día le pusisteis 'Dartacán' a vuestro retoño (bostezó).
Leo, mientras espero, un librito breve, 'Sobre la vida feliz', de Cicerón: "Es preferible un solo instante bien vivido que una inmortalidad perdida en la equivocación". Y cuando ando pensando en esa frase, oigo "tranquilo, no te va a doler", y sin venir a cuenta, casi con orgullo Pfizer de vacuna a finales de junio, empiezo a tararear, con la enfermera presente, la canción del primer verano adolescente, cuando tenía 13 años: 'El tiburón', de Proyecto Uno. Siento el pinchazo y canto: "Ahí está, ahí está".
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