Conde del asalto
Sube la música
Durante semanas, las librerías podían abrir en fin de semana y las tiendas de discos, no. Quizá no sea esencial, pero sí necesaria para tolerar cualquier realidad afeada y difícil
Miqui Otero
Escritor
-Y, entonces, me dice: ¿eh, a dónde vas? Y yo le contesto: a comprar discos.
-No vas a comprar aceitunas ahí.
-Y él me dice que a las teles o a los móviles sí, pero que a los discos nada.
-¿Por qué?
-Eso le dije yo. Porque no es esencial. ¿A mí? ¿Me estás diciendo a mí que los discos no son esenciales?
Asiento con el ceño fruncido mientras apretamos el paso rumbo a Disco 100. Es el primer sábado en meses que se puede ir a las tiendas de discos a comprar, así que mi colega y yo nos ausentamos de nuestras burbujas familiares para ir a una. De camino, él me explica cuando fue a un centro comercial y le dejaban pasar a comprar otras cosas, pero no discos o libros.
¿Me estás diciendo a mí que los discos no son esenciales? Quien lo dice, mi colega, se llama Ciaran: hace ya muchos años que vive en Barcelona, pero es de Irlanda del Norte. Sin duda, su yo adolescente se habría reído del comentario cuando la música era básicamente su alimento emocional. Cuando empezó el primer confinamiento me dijo: “En realidad llevo toda la vida entrenándome para algo así, desde adolescente”.
Himnos confinados
Un día, por ejemplo, me hablaba de la importancia del punk en el Belfast de los setenta. Allí sí que era peligroso salir de noche y sí que eran estrictos los toques de queda, oficiales o no. En una ciudad encendida por el IRA y la policía unionista, por la rivalidad entre católicos y protestantes, los chavales se encerraban en su habitación a poner todos esos himnos rabiosos de dos minutos en sus cascos. Durante mucho tiempo, los únicos ídolos pop norirlandeses eran el futbolista George Best y Van Morrison, así que básicamente el mensaje era que si eras de allí era muy difícil brillar. Por eso el chute de autoestima era tremendo cuando John Peel ponía dos veces una canción de The Undertones (oriundos de Derry, del mismo país) o cuando The Clash, a diferencia de otros muchos grupos, sí se mojaban y tocaban en Belfast y paseaban por sus calles.
La música era importante entonces, pero también cuando Ciaran era ya adolescente, a principios de los noventa. Indispensable para explicarse a sí mismo, vaya. Y para cómo me suele explicar él la situación allí: cómo, por ejemplo, los padres católicos escuchaban más a grupos americanos que ingleses. O cómo en general se odian las canciones de U2 o Cramberries sobre el conflicto, porque ellos son de la otra Irlanda y porque “eso es como si viene Sabina o Mecano a escribirte la canción definitiva sobre el conflicto en el País Vasco o en Catalunya”.
Ciaran, con el que seguimos comentando todo esto mientras nos dirigimos a ejercitar pulgar y dedo medio en las cubetas de Disco 100 (la próxima semana volveremos a Revolver, donde siempre gastamos demasiado y nos regalan la bolsa de tela), habla a través de discos y músicos. Levanta su identidad con ellos.
Gracias a artículos como el de Nando Cruz, se ha reabierto el debate sobre la música en nuestra sociedad. Durante semanas, las librerías podían abrir en fin de semana y las tiendas de discos no. Quizás porque seguimos asociando la música a la verbena. Y por eso la pagamos con el 21% de IVA, el mismo que graba el alcohol, y no con el 4%. Esencial solo es el pan, el techo y la sanidad, pero desde luego la música es necesaria para tolerar cualquier realidad afeada y difícil. Y por eso, también, nos dirigimos este primer sábado a una tienda de discos.
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