Conde del asalto

Los nuevos pícnics

Muchos neopícnics se preparan con un par de bolsas de Doritos o 3D y latas compradas de camino. ¿Dónde acaba el botellón y dónde empieza el pícnic?

picnic

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Miqui Otero

Miqui Otero

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De los creadores de quedar para pasear, como en la primera cita de una novela decimonónica, llega: el regreso del pícnic para socializar, como en un lienzo impresionista. 

A priori, en tiempos de pandemia y cierre de establecimientos, el pícnic lo tiene todo: definitivamente económico e idóneo para una ciudad de clima amable incluso en invierno, el aire libre asegura el poco riesgo de contagio y permite la diseminación en islitas de cuatro o cinco personas en un parque o parterre de tamaño medio sin necesidad de hacer cola durante una hora para disfrutar de esa mesa de terraza durante media. 

El problema no es lo que ofrece el pícnic, perfecto para esta situación, sino lo que podemos dar nosotros. Muchos barceloneses tienen que remontarse a su más tierna infancia (en mi caso, ir a pescar con mi abuelo y merendar Kas de Naranja y bocadillo de chorizo en pan de centeno entre eucaliptos) para verse en esta situación, otros sí lo hicieron insistentemente durante su Erasmus en alguna ciudad europea (muy típicos en los lagos de los barrios internacionales de Berlín) o en los desayunos familiares de playa en los pinares de Castelldefels. Así que ahora que los pícnics se celebran en parques como el de la Ciutadella, hay que admitir que no estamos preparados. 

Neopícnics improvisados

Un pícnic remite a fruta de temporada, tinto en botella forrada de mimbre, emparedados en cesto, mantel de cuadros y queso francés. El problema es que muchos de estos neopícnics se preparan, de forma improvisada, con un par de bolsas de Doritos o 3D y latas de medio litro compradas de camino y almacenadas en bolsas del Condis Express. ¿Quedamos para un picnic?, decimos. Pero habría que añadir otra pregunta: ¿dónde acaba el botellón y dónde empieza el picnic? 

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Aunque el clima mediterráneo acompaña, los pícnics en febrero son arriesgados y la previsión meteorológica de nuestro móvil no va a salvarnos. Ideamos el pícnic pensando, pongamos, en protagonizar un cuadro como la 'Tarde de domingo en la isla de La Grande Jatte', la obra maestra puntillista de Georges Seurat, pero al final, si el viento alborota las copas de los árboles y levanta nubes de arena, parecemos más los protagonistas de 'Las uvas de la ira' o de 'Mad Max'. Queremos versionar la calma del 'Almuerzo sobre la hierba', de Manet (hasta el personaje desnudo tiene sentido y remite a antiguos usos de Montjuic), pero al final parecemos a R2D2 y C3PO cruzando el enésimo desierto. 

Inminente lluvia de langostas

El domingo celebramos un cumpleaños con un picnic en el parque. Todos pusimos de nuestra parte y estamos tan necesitados de vernos que fue una delicia, a pesar del mal tiempo y la, como dijo la homenajeada, “inminente lluvia de langostas” (no se refería a una mariscada). Hicimos todo mal, pero fue todo bien: intentamos montar sin éxito una jaima para los niños, brindamos con latas, se dio un pastel muy similar al de 'Picnic at a hanging rock', ondeó un globo de Peppa Pig en un arbusto y pasamos 45 minutos juntos, lo que, a día de hoy, es oro. “Fue un viaje rápido, y un pícnic genial”, cantaban Los Negativos.

¿Podemos, si los pícnics verdaderamente han regresado, mejorar? Por supuesto. Estoy seguro que de esta crisis no vamos a salir mejores (hoy se me ha colado un vecino en el trayecto entre el portal de casa y el ascensor), pero quizás sí que salgamos haciendo mejores pícnics. 

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