Conde del asalto
Cómo entrar en calor
Ahora todos hablamos del tiempo como si fuéramos Fran Lebowitz en los setenta o aquel vecino del séptimo primera en el ascensor
Miqui Otero
Escritor
Ahora que no se puede entrar en los sitios, se habla mucho de entrar en calor. Una pandemia y un temporal han convertido toda la ciudad (también todo el país) en un gigantesco ascensor donde la gente de repente habla del tiempo que hace.
Explica la escritora Fran Lebowitz en la serie 'Supongamos que Nueva York es una ciudad', dirigida por Martin Scorsese, que algo parecido sucedía en los años setenta. Entonces, la Gran Manzana estaba más bien podrida, con quiebra de servicios públicos, severos problemas inmobiliarios y gran inseguridad callejera. Y, por tanto y por todo ello, frío, más frío que ahora aunque los grados fueran los mismos. En ese contexto, la escritora recuerda que el factor calor era muy importante en el ligoteo, cuando ella era joven y volvía de un concierto de los New York Dolls, del 'vernissage' de algún artista chalado o de una moderadísima fiesta en Studio 54. “Hablábamos mucho de ello. Yo me iba con mujeres después de la noche, claro. Pero antes, siempre, hacía la misma pregunta: ¿Tienes calefacción? Eso era casi un rasgo de belleza más seductor que el resto. Esa persona, si decía sí, de repente se convertía en una especie de joven Brigitte Bradot. ¿Tienes calefacción? Pues vamos”.
Aunque Antoni Miralda casara en su día la estatua de Colón con la de la Libertad, Barcelona nunca ha sido Nueva York (ni falta que hace). Y, sin embargo, ahora muchos comentarios se acercan al que recuerda Lebowitz.
Terrazas democratizadoras
Barcelona suele gozar de un clima amable que permite, al que se obsesione con que así sea, consumir en terraza de bar o restaurante durante prácticamente todo el año. Yo soy uno de ellos. Soy el amigo caricaturesco que en enero dice: “¡Qué resol más rico!”, porque quiere tomar esa caña en la terraza (piti en mano). Soy el que en plena lluvia, añade: “Pero si esto purifica, la ciudad huele a tierra húmeda y a hierba recién segada. ¡La calle Aragón guarda aromas de Montserrat!” (mientras se acaba de colar una rata en la alcantarilla y cinco carriles de coches le dan al claxon). Realmente estoy cómodo en terrazas. ¿Por qué? Porque me recuerdan al verano, sí. Porque son democratizadoras, también: la terraza de un bar chino traspasado cinco veces es prácticamente igual que la de aquel bar de lujo de franquicia esnob (y la cerveza cuesta la tercera parte).
Antes viajábamos (la frase podría acabar aquí) a Estocolmo y veíamos mantas de Ikea en las sillas de las terrazas. Los nórdicos aprovechaban cualquier momento al aire libre. Esto también he llegado a argumentarlo alguna vez: ¿Tú sabes que allí dejan a los bebés en carritos a 30 bajo cero para habituarse a la temperatura y tú no puedes tomarte un carajillo en Barcelona con sol y siete grados? ¿A ti dónde te entrenaron, en Acapulco?
Sin embargo, ahora que no hay otro remedio, ahora que tenemos apenas dos horas de bares abiertos y no hay tiempo para discutir si entramos dentro o no y dónde lo hacemos, vemos a barceloneses raudos y veloces buscando terrazas en lado sol o que tengan estufas, cargando sus mantas lilas de Renfe o las rojas de Ikea. Ya no somos especiales, no somos el colgado de las terracitas, ahora todos hablamos del tiempo como si fuéramos Fran Lebowitz en los setenta o aquel vecino del séptimo primera en el ascensor. En un ascensor que baja y baja y baja hacia el sótano del descontento.
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