CONDE DEL ASALTO

Barcelona sin bar

Los bares son, como los parques, los pulmones por donde una ciudad respira y se recuerda que es humana

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Miqui Otero

Miqui Otero

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Es un chiste fácil, aunque no haga gracia. La idea de que a Barcelona se le caigan de repente las tres primeras letras de su nombre. Que sea cielo y olas de mar, pero que tenga los bares cerrados. Barcelona sin Bar, Celona a secas, es como uno de esos neones de un edificio olvidado al que se le ha arruinado la luz de algunas de sus letras y ni siquiera puede mostrar su nombre entero. 

No habrá en estas líneas un análisis sobre la decisión. En plena escalada de casos, a uno no le sale más que ser cauto con las opiniones y esperar que sean no solo útiles, sino también breves para que los comercios no echen el cierre definitivo (aunque algo verdaderamente importante sería que los rentistas y dueños de algunos locales pusieran de su parte y rebajaran o anularan por un mes los alquileres).

Donde uno se puede explayar es en lo que le sugiere una ciudad sin bares. Algo así como un bosque sin árboles. Los bares estrechan lazos entre vecinos, nos alimentan, se convierten en centros sociales y en clubs sin carnet. Los bares son, como los parques, los pulmones por donde una ciudad respira y se recuerda que es humana. 

Lealtades

Uno se define por sus bares de cabecera, por ese lugar en el que no tiene que pedir qué quiere tomar porque del otro lado de la barra ya lo saben bien. No es lo mismo una persona que frecuenta un Starbucks (con esa manía boy scoutt de poner el nombre en tu vaso por si te pierdes en la excursión de la barra al sofá) que uno de barrio. 

Yo tengo claros mis bares, tanto como mis lealtades. Mi bar infantil fue la Bodega Alegria, donde iba con mi padre después de cambiar cromos y donde le prometí solemnemente que yo siempre bebería Trinaranjus (hasta hace poco aún quedaba con él para tomar cañas y espero hacerlo en el futuro). 

Mi bar es también la Bodega Rafel, con ese hombre bueno tras la barra preguntándote por la familia, mientras los parroquianos despachan albóndigas y vino en porrón y los azulejos de la pared te miran. Es A Pedra, el bar gallego en manos del hombre que vive justo en la casa de al lado y que por la noche pasaba a manos de su hija que, con unas cuantas guirnaldas y letreros luminosos del bazar chino lo convertía, magia, en mi coctelería favorita, o la que sentía más cercana. 

Es, por supuesto, el Bar Ramón, con Yolanda y David, con sus jarras blancas y sus champiñones con queso y su 'senyera' tapando las tapas. El bar con la guitarra en la pared regalada por un cliente que trabajó con el mismísimo Bo Diddley, la reliquia que esconde una historia aún mejor: la encargada de la limpieza vio un garabato en tan bonita guitarra rectangular y procedió a intentar borrar la firma que la leyenda de la música había estampado allí (a mí me gusta pensar que la firma que se ve ahora la volvieron a repasar con rotulador por encima Yolanda o David, porque para mí son aún más importantes que Bo Diddley). 

Los bares son cultura

El Bar Ramón es un buen ejemplo, sí, de bar familiar, de toda la vida, con toda la luz, que apaga las luces para que no quieras salir al mundo, para que quieras estar allí siempre y para que pienses en él, mucho, cuando no estás allí. 

Yo tengo estos, pero cada lector tendrá los suyos. Los bares son cultura. Yo no sería así, no escribiría así, sin los míos y sin las personas que los mantienen vivos. Sin las personas que, también, mantienen viva la ciudad. 

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