CONDE DEL ASALTO

Festival en el Cercanías

Ahora que muchas salas amenazan con el cierre, la música aparece en lugares inesperados para recordarte hasta qué punto la necesitas

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Miqui Otero

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Quiso el destino que justo el día de la Mercè yo abandonara la ciudad en un tren durante todo el día. Y, sin embargo, durante la media hora que duró el trayecto vi más música en vivo que durante el último año. Eso, gracias a la pandemia reforzada con una segunda y reciente paternidad, no es difícil. La situación me recordó a esas tardes de julio en las que bajaba al parque, veía a dos niños de cuatro años pateando un balón de Peppa Pig con la camiseta azulgrana y pensaba: he aquí la mejor versión del Barça de toda la temporada. No es el prodigio del tren o de esos niños, es el Barça, y la vida sin música, que vivimos.

Después de tantos meses sin dejar la ciudad, hacerlo durante un rato es lo más parecido a visitar Saturno. Soy, de hecho, como mi hijo de tres años que la primera vez que salimos en agosto gritaba enloquecido, como el primer hombre que descubrió el fuego, “¡un túnel, un túnel, un túnel!”.

“Mira, un túnel”, dice ahora, mientras salimos de la estación de Sants. Y, entonces, llega el primer músico. Estoy de espaldas a él, no le veo el gesto, pero sí disfruto de su magia. Es una interpretación al violín del tema principal de 'El Padrino': uno piensa en mafiosos que controlan vacunas y en amenazantes cabezas de poni en las almohadas de los malos gestores de esta crisis, pero al mismo tiempo, se reconcilia con el mundo a través de esa melodía. Cuando paramos en la siguiente estación, y veo el trajín de entradas y salidas de pasajeros, recuerdo la imitación en Los Soprano de la famosa frase: “Just when I thought I was out, they pull me back in” (creía que estaba fuera y me vuelven a meter dentro). 

Tres conciertos en 30 minutos

El violinista bajo el tejado del Cercanías sale y, dos estaciones después, escucho cómo alguien ataca como si le quedaran tres minutos de vida una versión taquicárdica de 'Tu calorro', de Estopa, a la trotada guitarra. No negaré que con los gritos que mete no quiero girarme por si no lleva mascarilla, pero pronto me veo tamborileando en el asiento con mis dedos. Es una canción que me gusta mucho y cuando llego al verso que siempre me ha hecho sonreír: “Todas las palomas que cojo, vuelan a la pata coja” casi me abro el gel hidroalcohólico para servirme un chupito.

Dos conciertos en diez minutos, ya enfilando Castelldefels Platja. Pero aún queda un tercer artista. Y, de repente, mil acordeones y violines. Una orquesta sinfónica entera metida en el disc-man de este tercer músico, que sobre la base orquestal grabada en cedé canta Champs Élysées, de Joe Dassin. La canción suena aún más necesaria y bonita que cuando aparece en aquella escena de Wes Anderson. Un poco más y le pregunto si tiene datáfono, para pagarle con tarjeta por esos dos minutos de felicidad y de viaje francés ahora que lo más lejos que viajo es al Garraf.

Tres conciertos, de tres estilos completamente diferentes, en poco más de 30 minutos… ¡Supera esto, Coachella! El Cercanías Fest. Ahora que muchas salas amenazan con el cierre, y que incluso los grandes festivales están en peligro, la música aparece en lugares inesperados para recordarte hasta qué punto la necesitas. Da igual la paternidad, la pandemia, tu mundo y el mundo, tus circunstancias y las circunstancias, de repente vuelve a asaltarte y te recuerda por qué narices llevamos tantos siglos necesitándola para que el tren no se pare, para que las vistas sean mejores, para no descarrilar definitivamente.