CONDE DEL ASALTO
Elegía por el bikini
Si el mixto está en peligro es porque representa lo que se consumía con prisa porque la vida ardía y prometía brillo en el futuro inmediato
Cuando, pocas semanas después del primer confinamiento, a la gente se le llenaba la boca con que habían visto a un jabalí hollando parterres en la Ciutadella o ramilletes de flores creciendo en parterres de la Diagonal, cuando muchos se ponían estupendos con eso de que «la naturaleza se abre paso» cuando la dejamos en paz, mis pensamientos iban todos destinados a algo mucho más concreto: ¿estamos ante el fin del bikini?
Entre las muchos gestos cotidianos que la pandemia podía llevarse por delante, desde los dos besos a una persona desconocida hasta las charlas de ascensor con vecinos sobre el calor más seco en Madrid, la ingesta de bikini me preocupaba especialmente.
Bikinis engullidos en 10 minutos
Del mismo modo que, con mis amigos, decíamos que «la cerveza no es comida, pero podría ser cena», el bikini es la comida que no es comilona. Si está en peligro es porque representa, precisamente, lo que se consumía con prisa porque la vida ardía y prometía brillo en el futuro inmediato. El ejemplo más claro serían esos bikinis engullidos en 10 minutos entre los teloneros y el grupo que tocara en la sala Sidecar. El bikini de los conciertos, algo así como la camiseta de los conciertos. Funcional, protocolario y, sin embargo, infalible.
Daba igual que llegara gente haciendo capoeira en la plaza Reial o que alguien se pusiera a cantar 'La chica de Ipanema': el bikini en el Glaciar, ingerido a toda prisa con el estómago algo cerrado por la emoción del concierto, sabía a gloria. Lo mismo sucedía en el entreacto de una obra de teatro. O con el que te comías en los 15 minutos entre la compra de la entrada en el cine y el arranque de la película. Al fin y al cabo, si desde los años 50 aquí se le llama bikini y no mixto es en honor a una sala de fiestas.
Se siguen sirviendo bikinis, pero no son lo mismo, porque tenemos demasiado tiempo para comerlos. Las salas de conciertos están tocadas de muerte y otros espectáculos resisten como pueden, pero siempre con la amenaza de que podrían cancelarse. Como salimos para tomar algo o para comer, como cuando jalamos es el momento en que podemos sacarnos la mascarilla, la gente come y bebe sin prisa. Como la noche no promete tantas cosas, por qué salir pitando después de una ingesta rápida. En este panorama se resienten dos cosas, al margen de la economía del sector cultural: nuestra emoción y el bikini.
El último eslabón de la cadena trófica
Porque no hablo aquí del bikini sofisticado, sino del esencial. Jamón dulce, queso estirable, bimbo y Cadí. Por supuesto, estoy abierto a variaciones y me interesan todas esas que explica en estas páginas <strong>Pau Arenós</strong>: el de alcachofa, Camembert y salsa tartufata o el carbonara. Estoy muy a favor de comérmelos, estoy hablando de otra cosa. El bikini como último eslabón de la cadena trófica, como hilo invisible que nos conecta con la infancia, como el suplente de lujo de un gran equipo, como el amigo que no aconseja sino que escucha, como Kleenex a mano cuando estás triste, como la camiseta blanca que sirve para todo. Humilde, que no pobre: el bikini y sus circunstancias.
Decía Umberto Eco que los libros siempre tendrán futuro porque son perfectos en su sencillez, un invento «tan infalible e inmejorable como la rueda o el cuchillo». Mientras deseo volver a comerlo con prisa justo antes de un concierto, dejo aquí escrito que lo mismo opino del bikini. Cuando el bikini apresurado reaparezca en nuestra vida, volverá a valer la pena llamar vida a la vida.
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