CONDE DEL ASALTO

Conciertos en Ikea

La idea: directos en la sección de menaje de cocina y consumición gratis de codillo congelado. Si cuando se consume otra cosa que no sea cultura no pasa nada, por qué no sumarse al enemigo

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Miqui Otero

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He aquí dos soluciones posibles para que no fallezca lo que queda de la cultura viva y en vivo durante estos tiempos de incertidumbre: a) que se puedan comprar espumaderas, edredones, tresillos, objetos de jardinería y albóndigas suecas en los conciertos de las ciudades y pueblos, o b) que se celebren conciertos, y demás actos culturales, en Ikea.

No es una solución seria, lo sé, pero es que ni la situación ni algunas de las decisiones tomadas lo son. Así que formular opciones absurdas podría ayudar a entender hasta qué punto es absurdo, además de triste y peligroso, lo que vivimos.

Esta, por ejemplo, la tuve deambulando por los pasillos de la multinacional del hogar. Se me rompió la silla del despacho durante la segunda semana de la primera cuarentena y quise, al fin, reemplazarla antes de que llegara un eventual segundo confinamiento. Aunque Philip Roth afirmaba que él escribía de pie para mantener la tensión, si bien Karl Marx escribió 'El Capital' sin sentarse (se dice que padecía de hemorroides), yo, padre de dos renacuajos, asocio el momento del tecleo al mínimo descanso físico. Y, bueno, no soy Philip Roth. Ni Karl Marx.

Como en un festival

Las masas de gente con la mirada hueca en Ikea eran absolutamente idénticas, en número y actitud, a las de un festival de Benicàssim. «¿Que si quiero o que si tengo?», escuché a un vendedor de polo amarillo cuando un cliente, en medio del ruido, le pedía si quedaban platos azules. Fue en ese instante cuando lo vi claro: conciertos en la sección de menaje de cocina, stand-ups sobre mesas Lack de 9 euros con derecho a comprar la mesa con la entrada, consumición gratuita de codillo congelado, pases de cine en la zona de sofás y firmas de libros de papel en la de los váteres. Al fin y al cabo, en Ikea, como en los bingos o los hospitales o los festivales de música, uno sabe cómo entra, pero no como sale, y por el camino puede enfadarse o perder a alguien.

Porque se suspenden conciertos al aire libre y con medidas de seguridad y las presentaciones de libros en muchos casos ya vuelven a celebrarse de forma telemática, pero lugares como los centros comerciales están hasta la bandera. De ahí la idea: si cuando se consume otra cosa que no sea cultura no pasa nada, por qué no sumarse al enemigo.

Un absurdo

La idea, repito, no es una idea: es una reducción al absurdo para subrayar un absurdo. Yo me he propuesto tomarme un chupito de aguarrás cada vez que me dé por opinar demasiado de algo que desconozco (una pandemia), pero no puedo detener estos pensamientos mientras me dirijo con gesto bobino a la sección de escobillas del baño.

Un grupo de alumnos de la ESCAC a los que di clase, mientras pude, el año pasado me plantearon una peli sobre un niño que se perdía en Ikea y, como no se reencontraba con sus padres, se quedaba a vivir allí y, finalmente, pasaba toda su vida sin salir de allí, cocinando en la sección de cocina y durmiendo en la de sofás.

Esto sería lo mismo, pero con música. Socializar ese espacio y cederlo a la cultura quizás es una idea de locos (que solo tiene alguien que lleva dos horas deambulando por sus pasillos abarrotados), pero sí tocaría, al menos, comparar su actividad con las activides culturales de este año. O acabaremos mirando el erial y diciendo: «Todo esto será campo».  

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