conde del asalto

Pañuelo de Reyes

Existió en Barcelona una madre que ostentó el título de La Mujer de los Pañuelos. Y todo gracias al persistente descuido navideño de su hijo

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Miqui Otero

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Existió en Barcelona una madre que ostentó el título de La Mujer de los Pañuelos. Era a los pañuelos lo que Imelda Marcos a los zapatos (confesó tener más de 3.000). Y todo gracias al persistente descuido navideño de su hijo. 

Su hijo era uno de mis mejores amigos del colegio. Cada 5 de enero, cuando ya había caído la noche y también alguna que otra cerveza, tenía un rapto de responsabilidad y decía: “Tengo que regalarle algo a mi madre”. Y luego: “¿Qué podría regalarle?”. Y a renglón seguido, año tras año tras año: “Ya lo sé: ¡Un pañuelo!”. El desliz de no tener preparado presente se formuló primero como tragedia y más adelante, a medida que avanzaba en edad, como farsa. O, al menos, como autoparodia: “Un pañuel·lo”, decía, engolando el acento catalán (imitaba muy bien los chistes de Eugenio) cuando ya era posadolescente y llevaba muchas ‘pashminas’ y fulares y, efectivamente, “pañuel·los” regalados. 

Los compraba, además, siempre en el mismo sitio. Antes de Amazon y de la elasticidad de muchos horarios comerciales, el cementerio donde iban a comprar todos los elefantes sin memoria, todos los que no habían pensando antes en los regalos, eran esos tenderetes de Gran Via con Urgell, envueltos en un aroma a churros y porras de crema que equivalía a salvación. El olor a la compra de última hora. Allí se venden, aún a día de hoy, juguetes de trapo, alhajas de diseño más bien ‘hippy’, peluches de los dibujos animados de temporada, “pañuel•los” e incluso elegantes sombreros de fieltro (esos Fedora imponentes, que tiempo después descubrí que vendía el padre italiano de una muy buena amiga). 

Hay algo hermoso en ese entorno. Conviven, de manera armoniosa, la pachorra improvisada de gente que no le da demasiada importancia a los regalos navideños con la mirada hueca, alucinada y nerviosísima, de aquellos otros que, pese a haberse hecho un Excel a finales de septiembre, no han podido vencer determinadas contingencias, no han encontrado tal reliquia reclamada. 

Mi amigo lo tenía claro. Solo debes improvisar las suficientes veces para considerar a la improvisación, tradición. Él era entonces posadolescente y por tanto pensaba que tenía que encargarse él del regalo. En la adolescencia, ese periodo que llega cuando los Reyes te regalan una colonia o un ‘vale por’, cuando se quiere olvidar la niñez, uno incluso se pone conspiranoico y duda de la existencia de Sus Majestades. Aunque luego al volver a casa descubría que los Reyes Magos habían hecho su trabajo para él y no se habían limitado a un pañuelo. 

Regalos después de la cena

Regalos después de la cenaYo, después de la rutina de cabalgata, feria de compradores de última hora y pañuelo, volvía a mi casa, allí al lado, donde cenábamos con la familia en pleno. Mi familia siempre ha adaptado las tradiciones a sus necesidades. Así que sabíamos que los regalos llegaban después de la cena. En concreto, después del chupito de orujo de hierbas de los mayores. ¿Para qué esperar al día siguiente si se supone que a medianoche ya era día de Reyes? Y del mismo modo mágico (no remunerado) que habían aparecido los platos de comida por obra y gracia de mi madre (o cuando era en su casa, de mi tía) aparecían también los regalos encima de la cama de matrimonio. Cada vez que alguien rasgaba el papel y aparecía un pañuelo, yo sabía que Baltasar, Melchor o Gaspar me acababan de hacer un chiste de colegas. Aún me río cuando eso sucede.