CONDE DEL ASALTO

Cena de alumnos

Volver a quedar con tus compañeros de pupitre es algo así como abrir de nuevo un libro que dejaste a medias

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Miqui Otero

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La policía irrumpió en el restaurante Can Lluís y se dirigió a una mesa donde comía una pareja con su hija de cuatro años. Todos los clientes fijaron su vista en el plato, como si buscaran una mosca empantanada en su sopa. "Arriba las manos", dijeron los uniformados, con la cara iluminada por una lámpara petromax. Entonces la mujer se levantó con parsimonia: se dirigió a la percha, descolgó el abrigo, sacó una bomba. La tiró en medio del comedor y explotó. 

Por suerte, esto no sucedió la semana pasada, sino el 26 de enero de 1946. También por fortuna no explico esto ahora, sentado a una de las mesas de este restaurante de la calle de la Cera. Hoy se va a hablar del pasado, pero del nuestro: por primera vez en mi vida, estoy en una cena de exalumnos de mi colegio. Se calibró la posibilidad de suspenderla, en plena algarada de disturbios y porrazos y llamas, pero una enormísima mayoría votó seguir adelante. Aun así, después de no vernos durante 25 años y en este ambiente, mejor no rescatar episodios históricos así, a pesar de que hacerlo congeniaría relativamente bien con mi rol de empollón de la última vez.

Amistad pasada

Amistad pasadaVolver a quedar con tus compañeros de pupitre es algo así como abrir de nuevo un libro que dejaste a medias. A pesar de que has olvidado algunas tramas, también algunos detalles, sí recuerdas el carácter y los gestos de los personajes. Esa amistad pasada es como uno de esos insectos atrapados en una bola de ámbar: puede que no haya crecido, puede que no se mueva, pero ahí sigue. Da igual que parezcamos la misma clase pero con filtro FaceApp, esa aplicación que cogía tu retrato y lo envejecía. Yo no estoy muy cambiado, pienso. ¿Y tú quién eres?, me pregunta una exalumna de la que recuerdo nombre y apellido (solo se dice nombre y apellido en escuelas primarias y círculos pijos).

El grupo de Whastapp ya enceró el encuentro. Durante días pudimos elucubrar con deforestaciones capilares y diámetros de barrigas cerveceras. Se colaron muy cautamente temas de actualidad, alguna viñeta sobre lo que estaba pasando en las calles. Entre los más cercanos, y después del episodio reciente de los fachas en las calles, recordamos cómo los pelados, algunos con veleidades nazis y apodos misteriosos, amenizaron nuestra adolescencia. Era ver sus cazadoras y tragar saliva. Desde luego no les gustaba nuestro huso horario: cuando se acercaban y te preguntaban la hora, daba igual lo que respondieras. 

Fuera hoy también arden cosas, pero aquí no se habla del monotema y, cuando se hace, unas copas después, no hay momentos incómodos. El ambiente aquí y ahora no es el de posguerra, sino el que ha vivido este restaurante en tantas otras noches. El Can Lluís es uno de los locales más emblemáticos de la calle de la Cera, la cuna de la rumba catalana, y aquí Peret y compañía celebraban largas sobremesas dándole al ventilador y a las palmas, a menudo ante estrellas de Hollywood o del fútbol. Nosotros no cantamos 'El mig amic', sino que entonamos como estibadores beodos 'Have you got a penny for a poor old man', la canción con la que se supone que debíamos aprender inglés.

Hay, durante la cena, chistes privados, ascensores sociales, amores platónicos infantiles, alguna biografía inesperada. Somos, en el fondo, como esos surtidos Cuétara: galletas horneadas con la misma pasta, con casi los mismos ingredientes, pero con diferentes acabados