MÁS QUE UNA MODA

Barcelona coge la ola

El surf ha dejado de ser una estampa californiana: Barcelona es una ciudad con muchas tablas

DAVID TORRAS

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Son las 5.30 de la mañana y a Marc le acaba de sonar la alarma. Sí, es hora de despertarse. Le envía un wasap a Anton, que también acaba de levantarse. «¿Qué hacemos?». Han quedado a las 6.30 donde siempre, en la Barceloneta, pero antes hay que asegurar el tiro. Los dos siguen la misma rutina, la de tantos y tantos días. Entran en su página de cabecera, la biblia que guía sus vidas, donde unos simples números pueden arrancarles una sonrisa o una maldición. Es una de las webs donde se detallan las previsiones: la altura de las olas, el intervalo, el mar de fondo, el viento, el mapa que les hará salir pitando o seguir durmiendo en contra de su voluntad y empezar la jornada de mal rollo.

Hoy toca jorobarse. No vale la pena pegarse el madrugón. Muy poca ola. Pero ha habido muchos días en pleno invierno, con un frío que pelaba, que se han plantado en la playa al amanecer con la tabla bajo el brazo. Así andan en moto o en bici, conduciendo con una mano y con ella a cuestas. La tabla es media vida. O la vida entera.

EN LA CRESTA DE LA OLA

"If everybody had an ocean across the USA, then everybody'd be surfin' like California…", cantaban los Beach Boys. No todo el mundo se sabe de principio a fin la canción, pero quién no ha voceado el estribillo unas cuantas veces: "Everybody's gone surfin' surfin' USA...". Durante años, el surf quedaba tan lejos como California Hawai y las estampas de modelos de calendario, el sueño americano subido en una ola, con la sensación de que ese era un mundo inalcanzable. Ya no.

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"Eso de que en Barcelona no hay olas es un mito. Antes de venir, todo el mundo me decía: ‘Joder, te vas a pasar un año sin surfear’, y qué va, qué va", asegura Anton, que llegó en septiembre de su A Coruña natal, convencido de que aquí no iba a pillar una ola ni de casualidad. Acostumbrado a su tierra, donde las hay a patadas, todos los días, y nadie se plantea mirar las previsiones para saber si vale la pena o no echarse al mar, su rutina ha cambiado y le lleva a levantarse a las 5.30 de la mañana si el mapa dicta que el día promete.

HAY QUE APROVECHAR

El surf ha ido entrando en Barcelona y hoy forma parte del paisaje. Desde la Barceloneta hasta Bogatell (al margen del Maresme y el Garraf) el mar es territorio de jóvenes y no tan jóvenes meciéndose sobre las olas, esperando el momento para levantarse y sentirse en la gloria. En los últimos tiempos, la afición se ha disparado en un fenómeno inimaginable hace años, cuando apenas cuatro locos andaban con la tabla.

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"En Galicia –continúa–, hay olas el 95% de los días, así que buscas las mejores condiciones. Aquí, con poco que haya te vas al agua. Allí, con estas olas, no me echaría en la vida". "En Barcelona es más obsesivo que en el norte, porque, como hay menos olas, cuando hay, te dices: Tengo que aprovechar", confiesa Marc, que empezó a los 4 años con el bodyboard y que surfea desde los 16. Tiene 25, y da fe del cambio que se ha producido. "Es muy bestia –añade–. Desde que pusieron el paseo y el Vela, se ha multiplicado por diez, y la inmensa mayoría es gente de aquí". 

Pukas Surf Eskola (Paseo de Joan de Borbó, 93) es uno de sus centros de operaciones. Pueden cambiarse, dejar las cosas en una taquilla, ducharse y, sobre todo, comentar la jugada. No se habla de otra cosa mientras contemplan a los que siguen en el agua. La mayoría se conoce y, por más que desde lejos todos parezcan iguales, embutidos en los trajes de neopreno, saben quién es quién. El estilo les distingue.

ESTILO DE VIDA

Alberto acaba de salir del agua y esta tiritando, pero nadie diría que lo está pasando mal. Al contrario. Es de los que tienen muy claras las prioridades. "Si hay olas, dices: Hoy no voy a clase, hoy toca surfear". Eso sí, en su caso, como en el de la mayoría, por más que tenga ese aura de ser un estilo de vida, no viven en una ola. Hay quien sí lo hace. Pero son unos pocos. Los más puristas. "Eso de que la gente que surfea no hace otra cosa es una leyenda", afirma Anton. "Claro que hay algunos que lo hacen y buscan una vida más en libertad, con ese aire más bohemio, pero a los demás mortales nos toca estudiar y trabajar y sacar horas de donde podamos para escaparnos".

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Clarisse es testigo de esa fidelidad. Cuando las previsiones son buenas, no fallan, y anda repartiendo llaves de las taquillas. Un ir y venir constante de caras conocidas. Muchos han pillado su primera ola en alguno de los cursos de la escuela (12 horas por 125 euros) y también han alquilado sus primeras tablas (13 euros la hora) antes de tirarse de cabeza a este mundo tan posesivo.

La mayoría de la clientela "es gente de aquí", pero cuando las olas decaen y se abre la temporada de verano, cambia el perfil. "Empieza más la época del paddle surf, y entonces todo son extranjeros. Se forman unas colas increíbles. El concepto es distinto, más de paseo, más mujeres, más gente mayor", explica Clarisse.         

UNA PISCINA CON OLAS

En esta Barceloneta californiana, donde desde hace un tiempo la playa cobra vida los 365 días del año, Alex Knopfel ha hecho realidad la obsesión que le acompañó durante años: convertir el surf en su forma de vida. No buscando mares donde pillar olas sino fabricando olas sin parar. En una piscina. Al final, el guion inicial ha desembocado en otro muy distinto.

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"En la universidad todos mis proyectos estaban relacionados con el surf, mi gran pasión desde hace más de 12 años. El proyecto final de carrera lo hice sobre una piscina de olas. Con mi padre y unos inversores suizos estuvimos negociando dos años con el Port Fòrum en Sant Adrià y cuando estuvimos muy cerca de cerrarlo, se torció", cuenta, con cierto disgusto. Así que cuando se acabó esa ola pilló otra mucho más lejos. Se fue a San Diego a a trabajar en una de las empresas que fabrican olas, y ahí decidió cambiar de rumbo: "Quiero montar un bareto chulo surfero en Barcelona". Y ya lo tiene: <strong>Surf House</strong> (Almirall Aixada, 22). Un bar de toda la vida reconvertido, con terraza frente al mar, donde ahora por una consumición mínima de 15 euros te dejan una tabla. O te montan un brunch con camarero-guía en paddle surf o una salida nocturna con luna llena que acaba con un mojito.

SUBIDÓN DE CHICAS

Al final, el proyecto original de Alex lo harán otros. Será en Montgat. Una laguna artificial de 15.000 m3, un pequeño mar de olas, donde los novatos podrán bautizarse, en especial los más pequeños, y donde los más enganchados podrán matar el gusanillo cuando les entre un ataque de ansiedad en medio de días y días de calma chicha.

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A pocos metros de Surf House emerge <strong>Boardriders Quicksilver</strong> (calle del Mar, 4), un paraíso de la moda surfista, a imagen y semejanza de las tiendas que la marca tiene en el País Vasco francés y que desprende un aire californiano.

Los más puristas defienden que en el agua hay que ser discreto. La tabla y poca cosa más frente a quienes no reniegan de la estética. En Boardriders venden moda y, por supuesto, apelan al derecho de cada uno de adornarse como quiera. En los últimos tiempos el mercado se ha multiplicado.

<strong>Tactic</strong> (Enric Granados, 11) lleva toda la vida metida en el agua. Los primeros pasos de esta tienda pionera fueron en skate, pero un viaje a California abrió las puertas al surf. "Se vende más, pero también hay más competencia. Ademas, como los márgenes son muy pequeños, es muy difícil invertir mucho en tablas, así que han ido surgiendo pequeños talleres donde las hacen a mano", explica Roger Domènech, que apunta a otra clave de este creciente boom: "Desde hace tres o cuatro años, cada vez hay más chicas, y se nota porque están entrando en el mercado". Entre la clientela local se cuelan muy a menudo surferos de Israel y Argentina. «Vienen a comprar expresamente porque allí es mucho más caro».

TRABAJO A MEDIDA

Juan López tiene una tabla entre manos a todas horas y todos los días. O porque anda subido en una ola, lo que más le gusta, o porque anda metido en su taller fabricándolas. Todo empezó cuando rompió la suya a los cuatro días de estrenarla y, bajo los efectos del shock y el disgusto, se dijo que aquello había que arreglarlo como fuera. Y lo hizo. Y así una detrás de otra.

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Hasta que, con el simple boca a boca de los colegas, le salían los arreglos por las orejas y dio otro paso adelante. "Pensé: Si soy capaz de hacer un mueble, ¿por qué no puedo hacer una tabla?". Así que dejó el negocio familiar ("Ikea nos comió a todos y cada vez había menos trabajo"), y esas ganas de buscarse la vida con su pasión le llevó a crear <strong>Havsurfboards</strong>

Y ha funcionado. En tres años ha vendido casi 400 tablas, todas hechas a mano, por encargo y a medida (de 365 hasta 1.000 euros, la más cara que ha fabricado), con la ayuda de su socio André, que controla la parte logística y algo esencial: el diseño y la aerodinámica. "No solo se trata de que esto flote", advierte sonriendo, y enumera un sinfín de detalles a tener en cuenta: posición de quillas, cóncavos, grosor, volumen… "Debajo de la tabla pasan muchas cosas", añade en una sentencia que retrata lo mucho que se esconde detrás de lo que es surfear.

"Desde el día en que lo probé, mi vida gira en torno al surf. A veces necesito desintoxicarme porque en algún día sin olas he tenido ansiedad… Es una magia y, si te atrapa, es difícil de soltarse", confiesa Juan, con las maletas a punto para escaparse a Indonesia. Allí se hartará de pillar olas, pero volverá encantado a Barcelona. Ahora es una ciudad con muchas tablas.

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Surfin’ la Barceloneta.

Los Beach Boys le pusieron música a la California de los 60 y aquella banda sonora les llevó a la cresta de la ola. ¿Quién no envidió la vida de playa y surf? Ya no. Barcelona también tiene Beach Boys. Y Beach Girls.