Los restaurantes de Pau Arenós

Can Vallés: del reno a la cabra salvaje

[Los propietarios han traspasado el negocio]

José Álvarez y Pedro González administran uno de los comedores más exitosos, donde los clientes se sienten protegidos

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Pau Arenós

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Reconforta ver un restaurante lleno un martes cualquiera en los meses fríos. Can Vallés es uno de esos comedores 'caja fuerte' –usé el neologismo con Sense Pressa– en el que los usuarios se sienten más protegidos que tras una puerta acorazada.

Clientela habitual con algunos quinquenios a la espalda y mayoritariamente masculina, aunque hay alguna mesa joven y presencia femenina. En ese entorno de veteranos, algunos platos con centelleos creativos. No solo de chuletón se alimentan los eméritos.

Hace más de dos décadas, Pedro González y el cocinero José Álvarez, ambos de 61 años, se hicieron cargo de Can Vallés, que conserva el nombre de la familia fundadora.

Cuando ellos llegaron «era un bar de menús y bocadillos», según descripción de José, que había adquirido experiencia en Botafumeiro y el ya cerrado O’Nabo de Lugo; él, que nació en esa ciudad gallega y conoció Barcelona con 13 años.

La suya es «cocina de mercado y proximidad». «Y la considero de autor, con humildad. Toques innovadores respetando el producto». Los langostinos con compota de tomate y aceite de pistachos le han hecho compañía desde los inicios.

Esa palabra, «humildad», siempre conmueve, y más hoy, con chefs que se comportan como coronados. José siguió estudiando con cursos en el CETT y con aquellas clases que Ferran Adrià daba en el taller de Portaferrissa.

Manteles, servilletas y el servicio respetuoso que se ha perdido en favor del ridículo «¡hola, chicos!».

Una botella de Bollinger para comenzar –el mismo concepto de 'caja fuerte', ahora, aplicado al champán– y Viña al Lado de la Casa 2015 para seguir: un plurivarietal de Yecla que encaja bien con los plurisabores.

Alfombra cárdena con el carpacho de reno que les llega de Laponia y que ellos ahúman en el restaurante. Cuando el camarero canta «vinagre de Módena y frutos rojos» temo la catástrofe y veo un rayo negro partiéndome el alma. Y no. Asistidos por la mostaza antigua, el ácido, el azúcar y el humo confraternizan. Eso sí, algún punto innecesario de mermelada. El dulce es más peligroso que el napalm.

Las alcachofas (la base, un poco dura) han sido rellenadas con crujiente de ibérico, almendra y ¡'kimchi'! No sé si a esta clientela le interesa lo coreano. Un sorprendente atrevimiento en el entorno blindado.

El siguiente plato nada en caldos profundos: garbanzos con trocitos de bogavante. «Hecho con las cabezas de los bogavantes, como un 'bisque' clarito». Los crustáceos aman las legumbres. Comería siempre este tipo de platos en los que lo modesto desafía a lo lujoso.

Reno para comenzar y cabra salvaje para terminar. El poder de los ungulados. En Barcelona, no son animales fáciles de encontrar fuera del zoo.

La cabra montés de los Ports de Tortosa-Beseit, que caza la empresa Donum Deus, es sorprendentemente delicada, sin rastro de la bravía vida y de las escarpaduras.

José aliña bien el tartar (lomo) con un picante civilizado que no ahoga en toses. Tiene la prudencia de servir en otro plato el helado de mostaza para eludir los charcos. Sobra la confitura de mango, que mancha con una indebida dulzura, no así los encurtidos, revitalizadores. La he disfrutado con muchos «beeeees».

Dos postres de campeones: las peras al vino y la torrija, ambos con helados que sirven como tobogán para esas (buenas) contundencias.

José y Pedro, nacido en Salamanca, trabajan juntos desde hace casi 30 años: eso da la medida del espíritu, que es ofrecer consistencia y seguridad.

Ravioli de gamba, chipirones con judías, 'espardenyes' con huevo, canelones de 'peu de porc'.

El cuadro de honor de preparaciones infalibles que permiten la existencia de esas cajas fuertes, de esas casas fuertes.