DAME UNA NOCHE

La brevedad

Los libros tienen cada vez menos páginas. Se escribe más breve, se lee más rápido, se pasa antes de una obra a otra

El desaparecido escritor argentino Juan José Saer.

El desaparecido escritor argentino Juan José Saer. / Rogelio Allepuz

Juan Tallón

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Ese mal contemporáneo que consiste en carecer de tiempo, y que nos lleva a toda velocidad a través de una infinidad de tareas sin llegar a disfrutar ni prestar suficiente atención a ninguna, posee un alcance profundísimo, al que no es ajeno la literatura: afecta de un modo vago a la manera en que se escribe, y muy enfáticamente a la manera en que se lee.

Los autores pueden aún concebir y escribir sus libros al margen de la lógica de la velocidad, el frenesí diario, la eficiencia que todo lo impregna. En cambio, los lectores estamos cada vez más pendientes del tiempo que nos demandará terminar tal o cual título, como si leer fuese una cuestión de acabar el libro, de consumirlo, y menos de transitar reflexivamente por él. El placer adopta extrañas derivas. De pronto, se manifiesta a través de proclamas como «¡acabé!».

Consecuencia tal vez de esta tendencia, en los últimos tiempos se advierte una mayor presencia de las novelas cortas, capaces de impactar con un menor empleo de medios, así como de los pequeños ensayos, que proporcionan una reflexión condensada pero sólida sobre un tema presente en el debate público.

La brevedad favorece el rápido paso de unos títulos a otros, acompasándose al estilo de vida apresurado al que nos vemos sometidos. Nuestro presente, naturalmente, no inventa nada: siempre se han escrito y leído libros cortos, que aciertan a tocar algún tipo de esencia en esa franja crucial que marcan las ciento y pocas páginas. Por influencia, algunos marcaron una época, que acabó no obstante cediendo ante la fascinación que a partir de cierto momento desprendería la idea de escribir la Gran Novela

Al margen de las corrientes de consumo, la novela corta, equidistante entre la transcripción súbita del cuento, y la concepción decididamente pausada de la novela, posee, como sostenía Juan José Saer, la «atrayente singularidad de permitir cierto desarrollo narrativo al mismo tiempo que parece surgir de una concepción intuitiva y repentina, e incluso, en cuanto al tiempo material de ejecución, ofrecer la posibilidad de una rapidez relativa, capaz de preservar la frescura exaltante de la inspiración».

Es un hecho que las obras tienen cada vez menos páginas. En silencio se fueron aligerando. Existe una dinámica literaria congruente con unos tiempos en los que todo tiende a la aceleración, las sacudidas, la dispersión de la atención. Se escribe más breve, se lee más rápido, se pasa antes de un libro al siguiente. No pocas veces no logras acabar unos ya comienzas otros. El tradicional sentimiento de culpa que esto generaba se volvió residual. Es una lógica atada a un patrón de consumo intensivo que la tecnología ha agravado hasta el paroxismo gracias a que ha destrozado nuestra capacidad para permanecer atentos a algo durante un lapso de tiempo continuado.

Leer libros nos enseña a mantenernos absortos, pensativos, embelesados en una cosa durante un período sostenido. Pero leer pantallas nos inculca un modo bastante distinto de asimilar la escritura: más irascible, más inquieto, en absoluto pausado, poco constante. A través de la pantalla la lectura alcanza un momento en el que siempre se hace larga. Necesitamos dar saltos, llegar al meollo, atrapar lo antes posible el final y lanzarnos enseguida a otra cosa. Esta inercia ha acabado por afectar al papel.

La necesidad de rapidez y brevedad que nos han creado para que el negocio genere más beneficios no solo afecta a los libros, naturalmente: las canciones son más cortas que nunca, las historias para el cine más seriadas, etcétera. La urgencia y la fugacidad acechan, y la oferta en cualquier ámbito resulta tan exagerada que en nuestra cabeza la forma de tratar de abarcarla pasa por no dedicar demasiado tiempo a nada.