LAS PEQUEÑAS VIRTUDES

Leer para conversar

Me gusta que las discusiones sobre los libros acaben en un tono similar a las que mantienen los jubilados sobre un partido de fútbol

Tertulia literaria en el Café Gijón de Madrid.

Tertulia literaria en el Café Gijón de Madrid. / EPE

Berta Gómez Santo Tomás

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Con 13 años una amiga me enseñó un libro y me dijo «tienes que leerlo». Conjugación imperativa que incluía dos órdenes: tenía que leerlo porque después teníamos que comentarlo. Se trataba del primer volumen de Memorias de Idhún, de Laura Gallego, y si bien apenas recuerdo el argumento –seguro había dosis de fantasía, búsqueda de un mundo mejor y amor adolescente–, mi mente conserva con nitidez las conversaciones sobre el libro.

Como solo teníamos su ejemplar, primero lo leía ella y después yo, con toda la prisa que podía. Engullía aquel libro para extender las posibilidades de la charla que tendríamos al día siguiente. ¿Hasta dónde has llegado? era la pregunta disparador para todo tipo de indagaciones sobre lo ocurrido, conjeturas para lo que venía y dudas sobre quién estaba actuando mejor o peor –quién se parecía más o menos a nosotras– según nuestra moral adolescente. Creábamos un lenguaje compartido, un ritual para interpretar nuestro contexto a través de personajes interpuestos.

«Regalar un libro es, ante todo, donar la experiencia que nos conmueve. En eso consiste la amistad», escribe Raquel F. Cobo en El arte de la conversación literaria (Barlin, 2025). El título regalado o prestado es lo de menos, lo que crea el poso para esa relación, para nuestra posterior visión del mundo, es el chorro de palabras, disquisiciones, enfados y entusiasmos que se generan después. «Durante el acto de conversar –continúa la autora–, cuestionamos nuestras propias certezas y nos obligamos a reflexionar, a revelar las grietas de nuestros argumentos y reformular nuestras creencias».

Con frecuencia alego mi preferencia por hablar de libros en lugar de leerlos. Incluso con cierta inclinación hacia la polémica: me gusta que las discusiones sobre los libros acaben en un tono similar a las que mantienen los jubilados sobre un partido de fútbol. De manera taxativa. Porque es en ese momento, en la conversación, cuando la literatura se confunde con la vida cotidiana, y la vida se revela, precisamente, como una forma de narración.

La pregunta es, ¿dónde se da hoy esa conversación? «Ya no hay cafés de los de hablar, solo sitios de barullo», escribe Carmen Martín Gaite en Retahílas. Un lamento que Raquel F. Cobo explora en diferentes tiempos y ámbitos hasta señalar el declive que sufre la conversación literaria como espacio horizontal; sustituida por otros formatos que siguen la lógica vertical del capitalismo: discursos, conferencias o las mismas presentaciones en librerías, donde prima la visibilidad del autor y un mensaje cerrado, listo para consumir.

Esto no significa, por supuesto, que no existan los clubs de lectura, las conversaciones nocturnas en bares y un sinfín de espacios informales para la conversación literaria. Pero es un recordatorio de la importancia, hoy renovada, que revista el gesto de llamar a mi amiga –a mis amigas– y retomar, un día más, la conversación.