NACIDO PARA LEER

"La marquesa salió a las cinco"

Borges me acompañó las 12 horas de mi primer viaje a Buenos Aires, pero esta vez me esperaba Cortázar

Julio Cortázar.

Julio Cortázar. / EPE

Juan Cruz

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La primera vez que fui a Buenos Aires llevé conmigo, en el avión, un libro sobre Jorge Luis Borges. Me juré que solo leería, en esa cabina, ese volumen. Me acompañó las 12 horas del viaje, y hasta hoy me duran su historia y su final. Era Borges. Esplendor y derrota (Tusquets, 1996). 

Esta vez fue Julio Cortázar el que me esperaba allí, en Buenos Aires, mientras en la ciudad se equipaban de cánticos y misas por el papa Francisco, ahora el vecino más querido (y más alejado: lo enterraron tan lejos, en Roma) de la ciudad y del país, con algunas excepciones.

El avión me depositó de madrugada en una ciudad que, desde el aeropuerto hasta mi hotel, parecía preparada para el silencio. Este se rompió nada más acabar esta madrugada que me acompañó hasta la avenida de Mayo y me encontré con una ciudad sitiada por los que querían que Pontífice fuera alimento de multitud. Por eso las autoridades locales cerraron todo lo que había en torno a esa vía en la que sobre el mediodía el ajetreo argentino iba a conectar con el sepelio en el Vaticano

Luego no fue para tanto, pero cuando el taxista me dijo, como en un texto de Cortázar, por cierto, ya no se puede más, y hube de ir con mis maletas (una grande, con libros, otra minúscula, con casi nada) por aquellas avenidas bellísimas y sombrías de la capital de la madrugada que era en ese momento la avenida que va hasta el Obelisco, me di cuenta de lo que vale un rato de Buenos Aires cuando es tan de noche. 

De pronto llegó una luz, que era múltiple, abierta y llena de fotografías. El local era un boliche, una hermosa incitación a la esperanza de que fuera un bar grande, de los bonaerenses que rinden homenaje a Borges. Pero era, cuando me fijé de pronto, una maravillosa recreación de la vida que allí tuvo Cortázar, cuando todavía escribía con seudónimo y se reunía allí con sus amigos, hasta que, finalmente, cuando la curiosidad ya lo había hecho aspirante a viajero y a novelista, se puso a escribir, sobre esas mesas, Los premios. 

Ese fue el primer libro (publicado en 1960) de Cortázar que yo leí, antes de abordar Rayuela, casi nada, y lo leí (apareció en 1963) con igual fruición con la que leí ese otro gran tocho, tan hermoso, que empezaba así: «¿Encontraría a la Maga?» (En Los premios decía: «La marquesa salió a las cinco»)… Encontró, a la Maga, todos vimos cómo la encontraba, y yo mismo tuve el raro privilegio, después de encontrarme con el propio Cortázar en Ámsterdam, de verla a ella, o a la que ella decía que era ella, en Londres, resabiada y triste porque aquella mujer de ficción no fuera reconocida como el personaje real que quiso ser. 

En todo caso, yo estaba de nuevo en Buenos Aires y mirando esas luces que, años atrás, cuando vine leyendo sobre Borges en un avión parecido al que me llevó ahora a su ciudad, reconocí la London, el boliche, el bar, el restaurante, en el que Cortázar había empezado, en 1952, un libro que luego sería injustamente sepultado (podían haber vivido los juntos y sucesivos) por esa maravilla que sería Rayuela y que él cuidó (léase su correspondencia con su editor, Paco Porrúa, en Cartas 1937-1963. Alfaguara, 2002) como si fuera un espejo finísimo. 

Cuando vi esas luces, que eran en ese momento más nítidas que las que aguardaban al Papa, me puse a hacer fotos, a atraer ese lugar sin límites que fue para él la London, y ahora lo cuento aquí como si yo fuera un enviado especial de ABRIL a aquel final de abril que llevó a Cortázar, otra vez, a la memoria y a la vida y a la alegría de leerlo.