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Martha Argerich, diosa del piano a los 84 años, llega al Palau de la Música

La argentina se mantiene en activo y tocará el 5 de noviembre con Nelson Goerner

Martha Argerich al piano.

Martha Argerich al piano. / Mario Wurzburger / Ibercamera 2022

Natalia Araguás

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Todo empezó con un reto. “¡A que no sos capaz de tocar el piano!”, le dijo en la guardería otro niño a Martha Argerich (Buenos Aires, 1941). Su profesora les dormía con canciones de cuna. La pequeña Martha levantó a duras penas la tapa y con un solo dedo fue tocando una tras otra las nanas que oía antes de la siesta. Su profesora se quedó clavada en el marco de la puerta, estupefacta. Nadie le había enseñado, le contó. No erró ni una nota. Tenía menos de tres años.

Ocho décadas después, Martha Argerich sigue en el mismo sitio: sentada frente a un Steinway. A sus 84 años, sigue asombrando al mundo su potencia, los matices de sus interpretaciones, su rutilante personalidad. Si no hay ningún imprevisto, y con ella nunca se sabe, tocará el próximo 5 de noviembre en el Palau de la Música, plato fuerte de la temporada de Ibercamera, junto con su compatriota y amigo Nelson Goerner. Este verano canceló varios recitales previstos: en Lucerna se excusó “por agotamiento agudo”, en el Kapan Fest de Ereván (Armenia) esgrimió que estaba hospitalizada tras una intensa gira internacional. “Es muy difícil encontrar a su edad un pianista que mantenga ese nivel estratosférico”, resume Josep Maria Prat, presidente de Ibercamera, que la conoce desde 1984 y la ha seguido de cerca. “Posiblemente, sea solo comparable a Sviatoslav Richter o a Vladímir Horowitz”, añade.

Martha Argerich sigue al piano porque lleva consagrada a ello desde los tres años y “porque se queda conmigo, mientras que lo demás no”, según le confesaba en ‘Diapason’ a Olivier Bellamy, único al que concede entrevistas y autor de su biografía autorizada. Su vida es una eterna gira internacional, pero ella en realidad hubiera querido ser médico: “Soy como todo el mundo. No encuentro el sentido de todo esto”.

Una generación irrepetible

Sin tener ni idea de piano, su madre, la tenaz Juanita Heller, una ucraniana judía que aterrizó en Argentina huyendo de los pogromos, corrió a buscarle un profesor a la altura de su talento. Lo encontró en Vicente Scaramuzza, que formó a una generación de pianistas argentinos que no parece repetible: Bruno Gelber, Enrique Barenboim, la propia Martha. Scaramuzza combinaba despóticas clases de piano con lecciones de anatomía. Enseñaba a sus alumnos a tocar una nota en tres etapas: relajación de los músculos en el momento de transmitir el peso a través de la yema del dedo, rebote realizado por la contracción de los flexores y reposo en suspensión para maximizar la energía.

Martha Argerich tuvo un hermanito, cuando cumplió seis años lo mandaron a vivir con sus abuelos para que no la distrajera en casa. “Es muy cariñosa y diplomática. Dice las cosas sin decirlas. Y pone tal picardía dentro de su ingenuidad, que la hace deliciosa”, escribía sobre ella su padre, Juan Manuel Argerich, un profesor de matemáticas de origen catalán en el reverso de una fotografía suya.

Con 11 años ya había tocado en el Teatro Colón de Buenos Aires, y un año después su madre la llevó hasta la residencia presidencial. Juan Perón le preguntó a dónde le apetecería ir a formarse. Contestó que a Viena, con Friedrich Gulda. Complacido de que no dijera Estados Unidos, le consiguió una beca y a su padre un trabajo de agregado económico en la capital austriaca.

En 1965 Martha Argerich quedó primera en el Concurso Internacional de Piano Frédéric Chopin. Había nacido una estrella. La sobrecogió la soledad que sintió en ese momento cumbre: ahora cancela menos que cuando era joven y era presa del pánico escénico. Desde la década de los 80 evita las actuaciones como solista. Con contadas excepciones, como cuando tocó en 2018 en el Palau de la Música ‘Escenas Infantiles’ de Schumann, el compositor que cree más cercano a su alma: a Chopin lo define como su amor imposible. Le gusta acompañarse de orquesta y, en los últimos tiempos, de músicos jóvenes, con quienes considera que intercambia experiencia por vigor.

Uno de ellos es Marc Migó, que compuso pensando en ella ‘Carnaval de las Indias’ y acabó por cumplir el sueño de que ella lo interpretase -algo muy inusual, su repertorio suele ser decimonónico–. A Migó le impresionó su capacidad de estudio, explica a EL PERIÓDICO, una minuciosidad que combina con el gusto por lo imprevisible. Primero domina la técnica, luego cede al abandono. “Lo aborda como un surfista la ola”, describe el escritor Emmanuel Carrère en ‘Yoga’ sobre su interpretación de la ‘Polonesa Heroica’ de Chopin en 1965, un vídeo que bate récords de visualizaciones en YouTube.

“Hechiza ver sus dedos corriendo por el teclado, pero eso no es nada comparado con las expresiones de su cara al compás de la música”. Su expresividad y su belleza, enmarcada por una icónica melena que lleva igual desde los 15 años, le han dado una nueva vida en las redes sociales. “Es inagotable esta mujer y tan legendaria que todo el mundo quiere acercarse a ella. Buena gente que la admira, pero también personas parasitarias. Deseas que esté protegida y aquí juega un papel muy importante su entorno”, reflexiona Migó.  

En Nueva York

A lo largo de su trayectoria Argerich no ha dejado de tocar y, cuando lo ha hecho, no ha sido por nada bueno. A los 20 años se mudó a Nueva York deseando conocer a su admirado Vladímir Horowitz. Se instaló en el mismo barrio, pero el encuentro nunca se produjo. La ciudad la abrumó como le sucediera a Federico García Lorca, nacido como ella el 5 de junio, otro Géminis con gusto por lo esotérico. Sola y deprimida, dejó el piano dos años, en los que empleaba su conocida nocturnidad en beber cerveza y ver la televisión.

Según cuenta en el documental ‘Bloody Daughter’, dirigido por su hija Stéphanie Argerich, por esa época conoció al compositor y director de orquesta chino Robert Chen, con quien tuvo una hija, Lyda, que pasaría los primeros ocho meses de su vida en un orfanato y luego en varias casas de acogida mientras sus padres se ocupaban de su carrera. Lyda no conocería a sus dos hermanas –hijas del director de orquesta Charles Dutoit y el pianista Stephen Kovacevich– hasta ser una adolescente. “Por esa época siempre huía de algo o de alguien”, lamenta Argerich en la cinta. Un año después de dar a luz a Lyda fue cuando ganó el Concurso Internacional de Piano Frédéric Chopin.

Poco dada a hablar de sí misma, huye de la prensa. Le molesta el interés que suscita su idiosincrasia y sus asuntos privados. Libérrima y genial, se ha ganado un lugar en el Olimpo de los pianistas, que no parecía un lugar para mujeres hasta que llegó ella.

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