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Joaquín Sabina, el cantante que nunca debería decir adiós

/esUn Sabina con magnetismo, melancolía y calor popular en su despedida en Barcelona

Sabina, la hora del último vals en el Palau Sant Jordi del cantautor crápula

Joaquín Sabina, el autor de clásicos como ’19 días y 500 noches’, ‘Y nos dieron las diez’ o ‘Princesa’ afronta sus últimas citas con el público de Barcelona, este jueves y sábado, conciertos encuadrados en su gira ‘Hola y adiós’, con la que da por terminada su trayectoria en los escenarios

Joaquín Sabina, el autor de clásicos como ’19 días y 500 noches’, ‘Y nos dieron las diez’ o ‘Princesa’ afronta sus últimas citas con el público de Barcelona, este jueves y sábado, conciertos encuadrados en su gira ‘Hola y adiós’, con la que da por terminada su trayectoria en los escenarios / FERRAN SENDRA / EPC

Natalia Araguás

Natalia Araguás

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Pez de ciudad, pero con agallas, Joaquín Sabina (Úbeda, 1949) se despide a lo grande, agotando entradas a un lado y otro del Atlántico con una gira que empezó en enero en el Auditorio Nacional de Ciudad de México –con capacidad para 10.000 personas, y dio seis conciertos– y culminará cómo no en Madrid tras recalar antes en Barcelona y Valencia. ‘Hola y adiós’ no maquilla un hasta luego: ya no hay ecualización que valga y ahí donde no llega su voz canta el público, y si no los miembros de su banda, de su escudero Antonio García de Diego a la flamenca Mara Barros o Jaime Asúa, “un rockero de verdad”.

Desafiando el oleaje, Sabina se sobrepone al temor de que le dé un “Pastora Soler” como en 2014, cuando le noqueó un ataque de pánico escénico más de una década después de aquel ictus que hizo temer por su vida a los 52 años y luego le sumió en una depresión. Dos años de perros negros en los que se encerró a solas en aquella casa cuyas llaves en otro tiempo había tenido medio Madrid.

Chavela Vargas y la reina Letizia

Preocupado por no verle escribir, Luis García Montero, ahora director del Instituto Cervantes, sabineó y le regaló una letra emulando su puño y letra, ‘Nube negra’, para que la cantara y volviera al ruedo. Míticos son los amigos de Sabina, que le salvaron de acabar hablando con sus gatos: de “su primo” Serrat a José Tomás, de purísima y oro, pasando por Gabriel García Márquez, sorpresa gracias a él en la fiesta del 45 cumpleaños de su otra amiga, Almudena Grandes, que se refugió en la cocina al verlo de la impresión. Por no hablar de la dama del poncho rojo, Chavela Vargas, o la reina Letizia, que quiso conocerle y pasó una velada en su piso con Felipe tocando el cajón ante el jolgorio de Serrat, Ana Belén y Víctor Manuel. Un' tiny desk' real que le pasó factura, por mal republicano: por decir lo que piensa, sin pensar lo que dice, más de un beso le dieron, y más de un bofetón.

Sabina no engaña, o no a sabiendas, y advierte que hacerse viejo “es una puta mierda”, sin que la experiencia sirva de alivio. Ya no pierde la calma por la cocaína y, tras décadas criticando el sexo con amor de los casados –a favor en cambio de otros mitos, como el de la prostituta con un corazón tan cinco estrellas que no cobra– ha sentado cabeza con su mujer Jimena, que le sirve de todo menos de musa. Tras el magno ‘19 días y 500 noches’, tres días sin dormir por un verso, decidió quitarse de las rayas un día en Marrakech sin necesitar internamiento alguno. Su salud se lo agradece, pero su discografía no. Según él mismo reconoce en el documental ‘Sintiéndolo mucho’, de Fernando León de Aranoa, con la vida casera no hay manera de escribir canciones.

Lo primero que quiso fue irse, como no le perdonan en Úbeda, que brilla por su ausencia en su discografía, amarada de Madrid. Era lógico para un niño de posguerra: Su infancia de hijo de un policía franquista, poeta de campanario, no fue trágica, pero sí gris. Viajó en sucios trenes que iban hacia el norte hasta llegar a Londres, donde vivió siete años en los setenta, tocando en bares y estaciones y trabajando de maquillador de muertos, entre otros oficios ocasionales. De ahí se trajo el bombín que se cala en los conciertos. Con Leonard Cohen y Bob Dylan como santos, ha hecho más por el castellano que la mayoría de los académicos. Da igual que a ratos se pierda con la letra de sus propias canciones últimamente: con ellas se cuenta la vida, la suya y la de los demás.