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La otra vida artificial, o cómo poner el algoritmo al servicio de la empatía

El año 1996 se lanzó un videojuego, 'Creatures', que proponía criar y hacer evolucionar a una monísima especie de animal digital. Charlie Brooker, el creador de 'Black Mirror' se cruzó con él, y aún se pregunta qué hubiera pasado si hubiéramos tomado ese desvío

Si Black Mirror tiene ese aire indie es porque su creador, Charlie Brooker, creció en el fascinante lado oscuro del Do It Yourself, o Hazlo Tú Mismo, tan noventero.

Si Black Mirror tiene ese aire indie es porque su creador, Charlie Brooker, creció en el fascinante lado oscuro del Do It Yourself, o Hazlo Tú Mismo, tan noventero. / Laura Monsoriu

Laura Fernández

Laura Fernández

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Hubo un tiempo en el que Charlie Brooker, el creador de Black Mirror, se dedicaba a escribir reseñas de videojuegos. Era un buen momento para hacerlo. Existían un buen puñado de revistas especializadas, y el videojuego era aún una forma de arte capaz de atraer a las masas, pero aún no contaminada por la clase de desproporcionado éxito que hace olvidar que lo que se tiene entre manos es, sobre todo, um algo divertido, y a la vez, artístico, en un sentido pixelado e interactivo. Brooker había nacido en Reading y había sido criado en una casa cuáquera, y luego había empezado a escribir y dibujar cómics, y a colaborar en revistas y fanzines. Sí, si Black Mirror tiene ese aire indie es porque Brooker creció en el fascinante lado oscuro del Do It Yourself, o Hazlo Tú Mismo, tan noventero.

El caso es que en algún momento de 1996 tuvo que reseñar un videojuego que proponía cuidar de una auténtica vida artificial. Se llamaba Creatures, y consistía en incubar un huevo de una especie extraña, única,digital, y monísima, que era tu huevo. Es decir, el videojuego, que se cargaba en el ordenador a partir de los prehistóricos disquettes —sólo uno, el que contenía tu exclusiva colección de huevos, huevos que tenían un ADN que nadie más compartía, eran tu familia—, y un CD-ROM que era el mundo compartido. Es decir, todo aquel que tenía el videojuego, jugaba al mismo videojuego —el mundo de esas criaturas era el mismo, y lo que en él se podía hacer era limitado—, pero lo hacía con un animal, o ser, porque era antropomórfico, elfiano, que nadie más que él conocía.

Lo sé porque yo, como Charlie Brooker, jugué a ese videojuego. Fue una de las pocas adquisiciones que hice de adolescente —otra fue el videojuego de Blade Runner, que no deberían perderse; el Dirige tu película con Steven Spielberg, que tampoco, y Hollywood Monsters, y, vaya, cada de uno de ellos fue fundacional en algún sentido—, y asistí maravillada, y a la vez, impotente, al espectáculo que proponía. Porque sí, tu criatura era única —en la cápsula incubé más de un huevo, aunque no llegué a agotar la reserva de mi disquette, poblar el mundo de criaturas hubiera supuesto demasiado trabajo—, y eso quería decir que tenía su propio carácter, y que no importaba lo que hicieras para gustarle, o educarla, que se volvía contra ti, porque ¿a qué venía que le pidieras que se bañara?

No había una trama en Creatures, la trama era tu propia empatía. Y tu capacidad para encajar los golpes que ese animal digital —monísimo, sí, recuerden, pero también extraño, raro, con una lengua que no entendías, y un comportamiento que nada tenía que ver con el nuestro, aunque aparentaba poder hacerlo— te propinaba. Porque todo lo que tenías que hacer era mantenerlo con vida. Cuidarlo. Ir volviéndole ligeramente autónomo, para poder incubar a otro bebé, con el que pudiese llegar a relacionarse, y poblar ese mundo. El jugador era una suerte de dios cuidador en Creatures, no había habido un apocalipsis en ese mundo, pero estaba dándose algún tipo de nuevo principio. Y para que pudiera darse sólo debías tener paciencia. Y olvidarte de ti por un rato.

Nunca entendí por qué Creatures no evolucionó. Todo lo que se popularizó fueron esos molestos —pues todo eran pitidos y exigencias— Tamagotchis, esos aparatitos que fingían, en una versión infinitamente más urgente, necesitarte todo el tiempo: eso no era cuidado, era exigencia, tal vez una preparación para el smartphone futuro. Pero no se utilizó la posibilidad de la creación de una vida única digital para fomentar la empatía en los jugadores. Elegimos lo contrario. Fomentar algún tipo de aparentemente inocua deshumanización —la masacre es la constante en cualquier videojuego, haya o no sangre de por medio— en vez de que, como habría hecho una novela de Philip K. Dick, explorar ese otro lado, el de, en realidad, la creación.

En 1996, Charlie Brooker tenía 25 años. Ahora tiene 54, y en la última temporada de Black Mirror homenajea el momento en el que Creatures cayó sobre su mesa de redacción, creando un personaje que es él mismo —un periodista de videojuegos, un gamer— y que se obsesiona con el cuidado de algo llamado thronglets, adorables criaturas amarillas a las que, en un momento dado —y después del consumo de LSD— empieza a entender. El capítulo —Juguetes, en español, Plaything en el original— está listado entre los mejores de cualquier temporada, y propone una reflexión fascinante —aunque envenenada— sobre el camino que los videojuegos decidieron no tomar, y por qué. Brooker aún se pregunta qué podría haber pasado si aquello hubiera continuado. Y yo también.

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