Ópera
El Liceu recupera su poderío belcantista con Sierra y Anduaga
'La Sonnambula' de Bellini triunfa gracias a dos colosos de la lírica devolviendo al Liceu su histórica hegemonía en el género del bel canto romántico

'La Sonnambula' de Bellini triunfa en el Liceu / Antoni Bofill


Pablo Meléndez-Haddad
Pablo Meléndez-HaddadMontar ‘La Sonnambula’ de Bellini con dos colosos del bel canto romántico como son Nadine Sierra y Xabier Anduaga es un lujo. Imbatibles, y pese a tener muchos elementos en su contra, en cada una de sus apariciones crearon una atmósfera de magia pura, la que exige este estilo que reinó en el Liceu durante décadas gracias a voces privilegiadas y a un público que siempre lo ha sabido estimar.
Al igual que en sus recientes apariciones, Nadine Sierra, ahora como Amina, volvió a emocionar con lo portentoso de su canto en un papel apto solo para intérpretes virtuosas; ya desde su aria de entrada se ganó a los liceístas que, por otra parte, intentaban seguir una trama torpedeada por una puesta en escena que no ayudaba en nada. Su canto puro, poderoso, con un control del aire y del ‘canto legato’ formidable, coronado con agudos luminosos y pianísimos de ensueño, causaron el delirio. Pero si de agudos se trata, de línea y de fraseo, ahí también estaba Xabier Anduaga, otro portento belcantista que encandiló con la gallardía de su timbre, con su talento desbordante y con esa proyección que despeina; en su caso, se le vio luchando contra un Elvino tipo Don José, con espíritu de maltratador. Cosas de la 'regia'.
Les acompañó en su fundamental papel –que enjuicia y acosa– un efectivo Coro liceísta junto a una Simfònica del Gran Teatre bien llevada por Lorenzo Passerini. El maestro italiano también consiguió buenas prestaciones de la Lisa de Sabrina Gárdez, así como de la Teresa de Carmen Artaza y del Alessio de Isaac Galán, no así del deficitario Conde Rodolfo de Fernando Radó, que parecía enfermo.
La puesta en escena de Bárbara Lluch es tan forzada como poco creíble; etnocentrismo puro: no se puede 'juzgar' con criterios de hoy lo que se pensaba a principios del siglo XIX; aquí se habla de acoso social, pero Bellini lo llena de comprensión. Es Britten quien lleva a Peter Grimes al suicidio. Por mucho que la directora de escena insista en que Amina no se merece un final feliz dado que Elvino desconfía de ella, la música de Bellini dice lo contrario. El novio duda, sí, porque encuentra a Amina en la cama del Conde (aquí, bueno, en un bosque) y ella no sabe explicar qué ha sucedido, porque lo ignora. Una vez descubierto su trastorno, ambos protagonistas merecen ser felices, pero la ‘regista’ no lo ve claro. Para justificarlo tira de danza –los fantasmas de Amina, espléndidas, pero aquí sobrantes coreografías de Iratxe Ansa e Igor Bacovich, ausentes en las escenas del sonambulismo–, todo ello envuelto en un ambiente sin definición, entre sueño y realidad, con una escenografía de esas sordas de Christof Daniel Hetzer, vestuario de Clara Peluffo Valentini e iluminación de Urs Schönebaum.
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