Opinión | Política y moda

Patrycia Centeno

Patrycia Centeno

Experta en comunicación no verbal.

“No te arregles: total, es Barcelona”

Público en una función de Liceu 'Under 35'

Público en una función de Liceu 'Under 35' / FERRAN NADEU

“Demasiado vestida para Barcelona”. La advertencia 'geoestilística' es cada vez más habitual. Si hace unos años era un comentario anecdótico, ahora parece ley. Una se fuerza en rebajar el estilismo con una cazadora o unas deportivas como dictan las tendencias de la supuesta comodidad, pero miro con lástima los pares de tacones que sólo sirven ya de adorno visual en el vestidor. La informalidad es global y no sólo afecta al calzado.

Acudir a templos sagrados donde el mimo y respeto por la propia apariencia deberían ir en sintonía con el entorno histórico, arquitectónico, cultural y visual que te acoge tampoco garantiza ya ninguna elevación del estilismo. Y no me importa el estilo que cada uno guarde (bohemio, punk, hippy, pijo…), hablo del compromiso personal y social de ofrecer la mejor versión de uno mismo.

Hace un par de años tuve ocasión de interrogar a la responsable de protocolo del Liceu sobre si existía algún 'dress code' para entrar a la ópera. Mi pregunta venía al caso después de sufrir un infarto al toparme con hombres en bañador y chanclas paseándose por el teatro en el descanso de la obra. Según me indicó, ya no hay restricciones estilísticas al pasar a ser de titularidad pública. Se conoce que lo que se le concede al pueblo ya no merece categoría alguna. La vulgaridad justificada bajo la libertad estética

El concierto del Liceu en la playa del Bogatell

El concierto del Liceu en la playa del Bogatell / ZOWY VOETEN

“De ópera en texans” a “ópera en andrajos”. Porque ni el anarquista Santiago Salvador Franch que lanzó dos bombas contra los asistentes del teatro en 1893 hubiera permitido tremendo atentado estilístico. En cambio, en el Cercle del Liceu sí se mantiene la obligatoriedad de entrar con americana y corbata (si no la llevas, te las prestan… arghhhh). “Y entre ir vestido para la playa e imponer un lazo, ¿no habría un punto medio entre la dejadez y la caspa?”, rogué. La mujer, inteligente, me dedicó una sonrisa diplomática y cambió de tema…

Este debate, incómodo para muchos y frustrante para otros, normalmente lo solventaba advirtiendo que así como en algunos lugares de España tienen una influencia en el vestir aristocrático y aún preservan el “arreglarse para” (aunque la mayoría de veces la pifien y se antojen unos paletos calzando mocasín de borlas con traje); en Catalunya, y Barcelona, nos alimentábamos de un cierto espíritu más bohemio/rebelde/desenfadado por proximidad a la burguesía gala.

Pero tal argumento, aunque intente mantenerlo refugiándome en legados como el de Pasqual Maragall, ya no se sostiene, lo reconozco. ¿Qué ha sucedido? Sinceramente, no lo sé. Tal vez, lo mismo que ocurre con la propia identidad (orgullo) de la capital catalana. La artesanía y el diseño independiente lo hemos sustituido por el Primark, casas de carcasas o Starbucks.

Siempre que reflexiono acerca de estas cuestiones recuerdo la frase que el abuelo anarquista de Antonio Baños le repetía mientras se engalanaba los domingos ante la sorpresa de su nieto: “Quieren que vistamos como pobres porque quieren que pensemos como pobres”. La sentencia la libero como mantra desde hace años, pero confieso con gran amargura que no he logrado ningún cambio de actitud en mis interlocutores. A nadie le importa. El tiempo de los intelectualistas estetas se extinguió hace mucho tiempo cuando todas las ideologías se concentraron en enterrar al anarquismo. Porque la anarquía estética es orden espontáneo, pero nunca caos. Y esa única regla estilística útil aterra tanto a conservadores como progres. 

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