Ensayo
Ingrid Guardiola: "La estructura de las instituciones culturales es ineficiente, por eso están al borde del colapso y sus trabajadores, deprimidos"
Ingrid Guardiola reflexiona sobre los protocolos que rigen toda nuestra vida en el ensayo 'La servitud dels protocols' (Arcàdia)

La ensayista e investigadora cultural Ingrid Guardiola. / Marc Martí
En un mes la ensayista e investigadora cultural Ingrid Guardiola (Girona, 1980) dejará la dirección del Bòlit de Girona. Renuncia después de cuatro años al frente del Centro de Arte Contemporáneo de Girona, harta de la maquinaria burocrática de la gestión pública. Acaba de publicar 'La servitud dels protocols' (Arcàdia), un libro en el que reflexiona sobre los protocolos que rigen toda nuestra vida, de la relación con el poder en las redes sociales.
El libro gira en torno al concepto de protocolo como herramienta de servidumbre, de coerción social. ¿Qué es exactamente un protocolo?
Los protocolos son pautas, convenciones o instrucciones que los humanos nos damos por la gestión de la vida pública. Sobre todo, en momentos de excepcionalidad: con el covid entendimos qué era un protocolo de emergencia, una hoja de ruta para intentar paliar una situación que atentaba contra nuestra vida.
Pero no son sólo para emergencias.
No, algunos son más estructurales, como los informáticos: toda nuestra vida social descansa sobre estructuras reguladas por protocolos que condicionan las posibilidades comunicativas de la propia estructura. La educación y la sanidad cada vez tienen más protocolos y la burocracia yo diría que es uno de los grandes protocolos del siglo XXI. Es muy impersonal y rompe el viejo contrato social basado en la confianza y la interacción social abierta.
Apunta que cuanto más asimilada tenemos esta infraestructura, menos margen existe para romper la cadena de órdenes. ¿No tienen grietas los protocolos?
A raíz del libro mis conversaciones giran cada vez más en torno a cómo las limitaciones nos llevan a comprometernos con la realidad. En mi caso, mi compromiso ha sido renunciar al trabajo de Bòlit, y sí que cada vez la gente intenta encontrar más grietas. Los protocolos no son leyes, debe haber alguna forma de salir de ellos. A mí lo que me llevó a escribir el libro es preguntarme de dónde viene todo ese malestar, empecé a hacer ingeniería inversa para analizar con qué herramientas nos comunicamos.
Yo renuncio al Bòlit porque hubo un cambio en el procedimiento administrativo en el 2022 que lo hizo todo más insoportable
¿A qué conclusión ha llegado?
El protocolo es muy hábil automatizando procesos relacionales. El interés del libro es desnaturalizar estos automatismos y volvernos a hacer nuestro el marco social, que hemos delegado en el procedimiento.

La ensayista e investigadora cultural Ingrid Guardiola. / Marc Martí
En el libro compara los protocolos con los rituales y la religión. ¿El procedimiento tiene más que ver con la liturgia que con la fe?
Hay cierta literatura en torno a la tecnología digital conectada, como la inteligencia artificial, que quiere dotar de magia a estos elementos para intentar esconder sus aristas, porque si entiendes cómo funciona la estructura, ves las posibilidades de relacionarte con ella de una forma más dinámica. Cuando estás frente a la magia, estás ante un acto de fe, no hay término medio. El protocolo tiene que ver con la estructura religiosa: la fe es totalmente supletoria, puede estar o no, porque lo que reconforta es simplemente esta liturgia. Somos muy religiosos y poco creyentes.
Los protocolos nacen para estandarizar la forma de hacer de una sociedad. ¿Son la única vía contra los tratos de favor?
No todo el mundo sigue el protocolo. ¿Es como cuando se pide transparencia, quien acaba transparentando sus datos? Quien quiere hacerlo o quien no puede resistirse, la transparencia es irregular. Si pensamos en las instituciones públicas, deben regirse por el marco jurídico, después cada uno lo interpreta a su manera. El marco es más flexible de lo que se acaba ejecutando; son la interpretación y las personas que están detrás quienes lo convierten en un ámbito más o menos represivo. Para mí lo siniestro es que se intenta disimular el factor humano, como si fuera incuestionable o no hubiera alternativa.
La automatización también supone un descargo. El famoso «yo sólo cumplo órdenes».
Sí. Y en vez de quedarte satisfecho por una experiencia directa de las cosas, lo que te satisface es el cumplimiento del orden; el contrato social que diseñas es el vigilar-castigar de toda la vida, los individuos devienen rivales, más importantes que el resultado final. Hemos perdido la conciencia de cuándo deben utilizarse y cuándo no y generan violencia.
¿En qué sentido?
En la pandemia era clarísimo: el toque de queda, el confinamiento escalonado... Y tú te quedabas solo en una plaza jugando con tu hijo y el vecino de turno te insultaba.
¿Cómo si fuera un juego?
Sí, es un juego serio que no siempre es divertido y que es la antítesis del juego, que es poner en crisis los valores, el azar... Estamos en concursos para todo, a veces muy siniestros.

La ensayista e investigadora cultural Ingrid Guardiola. / Marc Martí
¿Cumplir los protocolos es más asfixiante desde la gestión cultural?
Totalmente. El problema es que en aras de la eficiencia se imponen unos procedimientos que se han vuelto del todo ineficientes. Se ha extremado la interpretación de la ley hasta tal punto que es incapaz de lidiar con la vida, por eso las instituciones públicas están a punto del colapso. Ya no hablo de los trabajadores, todos deprimidos, sino de la estructura, que se ha convertido en una herramienta profundamente ineficiente.
Pide una excepcionalidad cultural, de hecho.
La mayoría de los protocolos se basan en una lógica contable, anticipar y prever necesidades calculables y administrables, pero la vida sociocultural no pasa por esta lógica contable. Es imposible que case y es matar la esencia de la cultura. Pido una excepcionalidad cultural, pero ahora ya creo que debe ampliarse a todos los sectores. Que la máquina burocrática se ha vuelto ineficiente no sólo en relación con la cultura, que es una evidencia, sino para gestionar servicios muy básicos.
TikTok ya es el colmo, la recomendación del algoritmo es el primer nivel de socialización, no tu juicio o experiencia directa
¿Eso es lo que le ha llevado a renunciar a la dirección del Bòlit?
Sí, yo renuncio al Bòlit porque hubo un cambio en el procedimiento administrativo en el 2022 que lo hizo todo más insoportable. No quiero trabajar en un contexto cultural que está regido por la violencia simbólica, la arbitrariedad y la jerarquía. En lo público nos debemos a la ciudad y a las personas, y el procedimiento no contempla este aspecto de la cultura. Si tú haces informes, no estás atendiendo a la gente.
¿Esto es nuevo o ha pasado siempre?
En el libro cito a Norbert Wiener y los primeros científicos de los años 40 del siglo pasado que trabajaban en la primera internet. Él ya lo decía que estaban construyendo unas herramientas que potencialmente podían ser utilizadas para la creación de violencia, como armas de guerra y herramientas de control. Aunque seguía trabajando, se hacía estas preguntas sobre las infraestructuras tecnológicas, el problema es habernos dejado de hacer. Las damos por sentado como si no pudieran ser de otra manera ni pudiéramos decidir nada. Sólo podemos decidir en el microshow de las plataformas sociales diarias, nos abocamos a las votaciones y los likes en la red y cada cuatro años en la política que cada vez vemos más como un espectáculo, lo que nos lleva a votar de una forma menos consciente, como si fuera parte de una narrativa lúdica. ¿Por qué no votar a la extrema derecha, a ver si así cambia la narrativa de la historia? Como si esto no tuviera consecuencias sobre los cuerpos y la forma de vivir de las personas.
Usted denuncia esta estructura anquilosada de los protocolos, y al mismo tiempo, la extrema derecha también hace su guerra contra las regulaciones.
La estructura debe conservarse pero mucho más flexible, debe renegociarse, no eliminarse. No se trata de hacer desaparecer al Estado, sino al revés. Precisamente las formas actuales del contrato social, la burocracia y las plataformas sociales, llevan al desapego. Debe reforzarse la responsabilidad y la implicación, si no, es muy fácil que la extrema derecha impugne el modelo actual de Estado.
Habla del capitalismo de plataformas, el de las plataformas que comercian con los datos que les cedemos libremente.
Es el capitalismo que saca rédito del extractivismo digital, y esto es posible porque la propia infraestructura ha permitido esta adaptación a la datificación y a los algoritmos. Esto ocurre sobre todo a partir de 2010, cuando pasamos de lo que podían ser unas ágoras virtuales en la recolección de datos y los timelines organizados de forma algorítmica. TikTok ya es el colmo, la recomendación del algoritmo es el primer nivel de socialización, no tu juicio o experiencia directa.
¿Los algoritmos que rigen X o Instagram, debemos entenderlos como un protocolo más?
Totalmente, realizan un control difuso. No es una violencia disciplinaria como la del siglo XX, sino una forma de coacción de la libertad mucho más sofisticada, porque te empuja hacia una dirección hasta que estás en un callejón sin salida. Es la lógica del pervertido: llevarte hacia un sitio del que no podrás escapar y tener la sensación de que eres tú quien toma estas decisiones.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
La tecnología nunca se explica históricamente y esto es un problema. Debemos ver de dónde venimos para desmitificar el poder mágico y la fascinación que nos pueda provocar y ponerla en un contexto que podamos entender. Hay una internet de los 90 que se regía por una serie de códigos y formas de relacionarse más abiertas y, de repente, pasamos a unas infraestructuras de datos. Desde la prensa, desde el sector público... todo el mundo empezó a anunciar al mismo tiempo que esto era el futuro y que no había alternativa. El mantra era que si no estabas ahí no existías y eso no es cierto.
Nos hicieron creer que sí.
Cuando eres joven o no tienes experiencia con la herramienta, hay un desconocimiento que hace que puedas creerlo. Estos espacios nos ofrecían una especie de rejuvenecimiento de la vida pública. Refuerzan nuestra imagen personal, participas en la dinámica de juego de inventar vidas a la carta y está el mito de la abundancia, como si allí estuviera todo, y eso es una promesa que siempre decepciona. Todo esto es rumorología que genera el propio entorno. Dado que el sector público convive con los intereses privados, se planteó como un mercado estratégico pero se vendió como un espacio social. Se quiso hacer del sector digital un mundo de crecimiento ilimitado en un mundo limitado, el capitalismo necesitaba encontrar nuevos mercados y lo digital lo permitía y así se inventaron estos mitos asociados.
¿Pasamos la vida pública en la red?
El problema es que desatendimos el espacio público, como si fuera una parrilla para distribuir a personas, turistas o gente para ir a mercadear, en vez de ser un espacio de convivencia y de juego. A menudo interesa pensar que el espacio virtual es un espacio que te protegerá de los excesos y de la violencia del mundo real, por eso somos cada vez más agorafóbicos, nos cuesta enfrentarnos a las incertidumbres del mundo físico porque no podemos controlarlas, y en cambio, las plataformas nos invitan al autocontrol y dinámicas de vigilancia.
Lo vivimos como si fueran parcelas independientes.
En el libro intento que ambos espacios no estén disociados, que no haya dualismo sino entender que todo lo que nos ocurre es porque formamos parte de esta cadena de materialidades difusas. No son dos vidas independientes y es muy importante entrelazarlas porque, si no, no entiendes las causas y efectos y mucho menos la propia estructura.
¿Es factible salir de ese contexto? Usted señalaba la renuncia a Bòlit, por ejemplo, pero detrás vendrá alguien que seguirá cumpliendo el protocolo.
La renuncia puede explicarse. En el libro no sale mi parte personal, pero cada vez que hablo lo cuento y también lo haré en un libreto, 'Marge de maniobra', sobre los cuatro años en el Bòlit y parte de esta deserción, precisamente acuñando lo que creo que falta en las instituciones, ese margen de maniobra. Lo interesante es que la gente se haga suyo el concepto y que sea operativo para evidenciar el carácter disfuncional o violento de estas estructuras. Es lo máximo a lo que puedo aspirar, si después hay en entornos de negociación pública y puedo estar ahí, encantada, pero creo que las renuncias explican mucho más que los éxitos. No es fácil en el contexto de precariedad actual volver a la cola de los castings difusos, pero no puedo escribir un libro con este diagnóstico y seguir avalando el modelo. La renuncia es elocuente en el sentido que me permite contarme, dar ejemplo sin victimismo ni sacrificios.
¿Qué significa?
Cuando la situación es insostenible tienes que decir basta, pero no para huir. Para mí decir basta es encarar realmente el problema, precisamente porque esta renuncia debes hacerla explicativa. Tienes que comunicarlo a tus jefes, hacerles ver lo que ellos ya saben y lo que van perdiendo. Todos somos sustituibles, el sistema nos hace así, pero gracias al libro y la renuncia cada vez estoy más acostumbrada a hablar de estos temas. Se habla poco, como si fuera dejar de ser fiel a la institución, porque el protocolo pide fidelidad al procedimiento y esto es aberrante.
¿Por qué?
La mejor forma de ser fiel es ser responsable con el objetivo por el que fue creada la institución, no con las herramientas temporales que va creando para mantenerse. Las instituciones públicas son lugares de construcción de ciudadanía, de huir del imperativo del mercado, mientras que la institución privada siempre debe rendir cuentas. Cuando hablo de excepcionalidad cultural también es en estos términos, simbólicos y culturales: ¿no le podemos pedir lo mismo, si no, qué sentido tiene tener instituciones públicas?
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