Ganador del Biblioteca Breve
Benjamín G. Rosado: "Escribir es el más sublime ejercicio de egolatría y publicar, el mayor acto de exhibicionismo"
Ha ganado el Premio Biblioteca Breve con su primera novela, 'El vuelo del hombre'. Una ambiciosa narración que rezuma aventura y thriller, y también, introspección y atmósferas de película; un libro de libros, una variación sinfónica sobre un mismo tema: volar, elevarse, escapar de este mundo. Un autor deslumbrante y una historia prodigiosa

Benjamín G. Rosado, ganador del Premio Biblioteca Breve por ‘El vuelo del hombre’. / JAVIER BELVER / EFE
Si el prodigio fuera un tinte aplicable tal que una patena, así contemplaríamos la historia real y ficticia que brota de Benjamín G. Rosado (Ávila, 1985). Cuando le conocí, era un periodista cultural gran conocedor de las artes plásticas, la literatura y la música clásica, y que, pese a su buen hacer, se envolvía de un aire taciturno: estaba y parecía no estar. No supe entonces que venía de perseguir tornados y refugiarse en moteles de carretera en el inmenso y vacío paisaje norteamericano, que había escapado de osos hambrientos en Wisconsin y surcado olas gigantes en la Antártida a bordo de un buque rompehielos, entre otras muchas aventuras. No, nada lo evidenciaba ni en su aspecto ni en su erudición, ni tampoco era la razón de su aire melancólico como de quien está en otro lugar, sino que llevaba largos años metido en una novela en la que nada de esto tenía lugar. Con su borrador se había encerrado en la montaña de Turre (Almería), el pelo rapado al cero porque hasta el pelo le distraía, y allí estando, un día llaman a su puerta: era la mujer de su vida, pasada, y en ese instante emprenden un viaje a cuyo término se desposan, en Las Vegas. La aventura del amor que 10 meses más tarde les depararía un primer hijo.
Aparca de nuevo la escritura para volver a su vida de plumilla al peso (colaborador de prensa a demanda, a la baja). Pero el manuscrito no le soltaba, y habían transcurrido 10 años con aquella extraña compañía. Reescribe, ordena y sintetiza sus 600 páginas y las envía a un premio nada modesto, el Biblioteca Breve fundado por Carlos Barral que han recibido por ejemplo Marsé, Caballero Bonald o Cabrera Infante. Y ¡hete aquí!, se alza con el galardón el año que batía el récord de manuscritos recibidos: 1.156. ¿Se dan cuenta? Es su primera novela, a sus 39 años. De primera vocación cantante de escolanía y pianista (debutó en grandes escenarios como el mismo Liceu donde el pasado mes recibía su admirable premio literario), licenciado en periodismo por la Carlos III y en audiovisuales por la Complutense, posgrado en cine por la Wesleyan University de Connecticut y doctor en aventuras de la vida, Rosado se define a sí mismo como un cuervo en vuelo que va apresando baratijas brillantes y sostiene, con la humildad , la ironía y el descreimiento que le elevan a la excelencia, que su conocimiento es "un océano, sí, pero con un centímetro de profundidad".
¿Preferiría no hacer ni esta ni ninguna otra entrevista, Benjamín, como tampoco preferirían ni Marín (su protagonista) ni Bartleby (el escribiente)?
Siempre me he sentido muy cómodo en mi condición de periodista, como si el hecho de hacer preguntas me eximiera de tener que responderlas. Este salto al otro lado de la barrera me produce cierto vértigo. Y no por desconfianza hacia mis colegas, en absoluto. Tampoco creo que obedezca a un repentino brote de inseguridad o lo que ahora se llama síndrome del impostor. Creo que va más allá y tiene que ver con mi educación. En mi casa la literatura siempre ha sido una cosa muy seria y desde pequeño he pensado, quizá erróneamente, que un escritor debe tener respuestas para todo. Supongo que eso me convierte un poco en Bartleby, y mentiría si dijera que en el fondo no me reconforta sentirme miembro del exclusivo club del paso palabra.
De hecho, confiesa que se hubiera sentido más cómodo firmando con su pseudónimo, Monteiro Rossi, el protagonista de Sostiene Pereira. ¿Tal es la atracción de las superposiciones, inventarse y ser otros personajes, como también hizo Antonio Tabucchi?
Presenté 'El vuelo del hombre' al Biblioteca Breve bajo el seudónimo de Monteiro Rossi, el joven revolucionario que cambia la vida de Pereira en la novela de Tabucchi, que narra los años previos a la Revolución de los Claveles de 1974. Rossi no solo es periodista, sino que se dedica a escribir necrológicas adelantadas, un género que yo mismo cultivé en la redacción. Antes de someter el manuscrito al veredicto del jurado, cuando me decidí a dar algún tipo de salida al libro, planteé la posibilidad de publicarlo con pseudónimo a un círculo íntimo de personas. La reacción fue unánime: "Qué canallada", me recriminaron, "después de todo lo que te hemos aguantado". Y qué razón tenían.
Escuchar la multiplicidad de voces que suenan en tu cabeza y olvidarte de la propia: ¿eso exactamente sería escribir?
Escribir es no saber muy bien de qué va la película, no entender del todo las cosas, estar abonado a la duda permanente. Pienso que para escribir algo con cierto valor literario tiene que haber una especie de tensión entre lo que uno ignora por completo y lo que va descubriendo por el camino. En ese sentido, el punto de partida siempre es el desconocimiento. Tengo amigos inteligentísimos y cultísimos que no serían capaces de escribir un micro relato. Qué gran misterio. Recuerdo una fantástica entrevista a Jonathan Franzen en la que el escritor reconocía el esfuerzo de llegar a reconciliarse con el hecho de no tener una sola personalidad, lo que por otro lado le cualificaba para escribir ficción, pues era capaz de meterse en los pantalones de cualquier personaje. Yo me siento un poco así, salvando por supuesto las distancias: en un mundo tan polarizado, con opiniones a precio de saldo, me cuesta encontrar asideros. Soy capaz de empatizar con los más bajos instintos y, al mismo tiempo, me resulta muy difícil dilucidar sobre la cuestión de la cebolla en la tortilla.
No pocas historias se han escrito a base de robo y plagio de manuscritos, ¿conocía las que se cuentan de Camilo José Cela?
No puedo evitar simpatizar con quienes han cometido este tipo de fraudes, ya sea el robo de un manuscrito o la invención de una entrevista. Porque, por lo general, la trastienda de esas historias está siempre guarnecida de precariedad y un muy noble instinto de supervivencia. Como acto performativo no tiene precio.
En este sentido, ¿pueden las palabras salvar vidas, como sostiene Marín?
Desde luego es una afirmación con un gran potencial literario. Pero desconfiaría de quien se atreviera a pregonarla con una cerveza en la mano. En un mundo con opiniones a precio de saldo, a mí me resulta muy difícil dilucidar la cuestión de la cebolla en la tortilla.
'El vuelo del hombre' es también un libro de libros y ¿no es cierto que hay en él una premoción de este premio que tanta sorpresa ha causado? Parece una historia de magia o mecánica cuántica… ¿Qué y cuánto opera el azar en nuestras vidas?
Me gusta pensar que el azar y la casualidad no operan en este libro como mero recurso narrativo, esto es, a modo de artificio, sino como una forma de mirar con genuino asombro los engranajes de esa compleja maquinaria que son nuestras vidas para entender, o acaso recordar, que no podemos controlar las cosas, ni siquiera cuando nos esforzamos por pautar las tramas de una ficción.
"La escritura supone un atentado contra uno mismo", asegura su personaje. ¿Lo suscribe?
Escribir es el más sublime ejercicio de egolatría del que alguien puede ser capaz y, quizá por eso, publicar supone el mayor acto de exhibicionismo nos podemos permitir. Tengo una amiga que dice que la mejor novela es la que el autor no quiere publicar.
El lenguaje en un principio fue un arma peligrosa, ¿simplemente porque facilitaba la capacidad de engaño? Es decir, dotaba al ser humano de abstracción: ¿no fue este el principio de la desconexión humana con lo natural?
El primer recurso del que dispusieron los hablantes primitivos para explicar el mundo fue la creación libre de pensamientos complejos a través de conceptos básicos. El problema del lenguaje es que nos ofrece unas herramientas limitadas para expresarnos. De ahí que toda forma de comunicación sea por definición imperfecta y distorsionadora. Por eso la ficción no puede superar nunca a la realidad, porque no puede contenerla. Y de ahí también que la eficacia de cualquier artefacto literario no dependa tanto de quien escribe o cuenta sino, en última instancia, de quien lee y escucha; es decir, de su predisposición a dejarse engañar sin condiciones a cambio de entender la realidad de otra manera. Más que un pacto de lectura, funciona como un trueque: tú me cuentas algo y yo me lo creo.
El nombre del protagonista no aparece como tal hasta la página 222, ¿qué suerte de pudor es este?
En el primer borrador de la novela el protagonista no tenía nombre. Barajé y descarté muchas posibilidades hasta que, de pronto, entre los papeles que había ido recopilando sobre los pioneros de la aviación, descubrí la historia de Diego Marín Aguilera, un inventor español apenas conocido que, a finales del siglo XVIII, sobrevoló los cielos de Coruña del Conde, un pueblo de Burgos, con un armazón alado hecho de hierro, madera y plumas. No se mató de chiripa.
Hay en esta historia una crítica a la siniestra actualidad del periodismo. Debe de ser usted el único profesional con la honestidad y valentía (es padre de dos hijos) de haber dejado un trabajo fijo de redactor y volver a la dura vida del freelance hoy. ¿Cuántos años antes había practicado la colaboración al peso?
Nunca me he considerado un buen periodista, aunque creo haber hecho razonablemente bien mi trabajo y pretendo seguir haciéndolo todo el tiempo que me dejen. Me siento muy en deuda con el oficio: por todo lo que me ha permitido hacer y la mucha gente que ha confiado en mí. Pero quienes me conocen de verdad saben que el día a día de una redacción no va conmigo. En ese sentido, el gran reto a la hora de dar el salto a la ficción ha sido lograr preservar un hábitat de soledad sin desvincularme del todo de la realidad (informativa, cultural), lo que me permite pagar las facturas. No siempre fue fácil y, cuando tuve claro que quería darme la oportunidad de escribir El vuelo del hombre, no tuve más remedio que hacer las maletas y marcar una gran distancia.
Otra profecía: el hombre más poderoso del planeta ni siquiera pierde el tiempo informándose, porque el que primero llega gana la partida. ¿No es esto tan real como lo que está sucediendo en el mundo? ¿No es cierto que la distopía está siendo arrollada por la velocidad del tiempo?
Uno de los personajes del libro trabaja, allá por 2010, en el desarrollo de un programa informático, Odysseus, llamado a revolucionar el mundo editorial por medio de escritores autómatas que, a golpe de algoritmo y Big Data, redactan best sellers en cuestión de segundos. Eso que hace 15 años era una divertida distopía hoy se ha visto superado por la más cotidiana realidad tecnológica, sí. La pregunta que yo me hago hoy es: ¿qué pasará dentro de otros 15 años? Algo me dice que la respuesta no vendrá de la mano de los escritores, sino de quien lee. Leer y sentir es lo único que las máquinas no podrán hacer nunca por nosotros.
Benjamín, ¿qué sucedió antes en su vida, la música o la palabra? La música está muy presente en su escritura, en su forma y su cadencia, ¿por qué la cambió por la escritura, cuando la música es el sentido y el sentimiento que acompaña al hombre hasta su último suspiro?
De pequeño formé parte del coro de una escolanía y estudié piano en el conservatorio. No era lo que se dice un portento, pero hice algo de oído y todavía soy capaz de leer una partitura y entender algunas cosas. Aunque me he cuidado mucho de no aburrir al lector con referencias a la música clásica, hay una cierta sonoridad en el libro, una textura musical, una suerte de sinfonía en tres movimientos en la que se encabalgan diferentes historias sin apenas interrupciones. Si lo piensas bien, todo el libro es una variación sobre un mismo tema: volar, elevarse, escapar de este mundo.
¿De qué arquetipo procede el sueño humano de volar? ¿Usted sueña con volar?
Desde el origen de los tiempos, el vuelo ha representado la última utopía, un don que no está al alcance de los hombres y que, precisamente por eso, produce una irresistible atracción. Antes de que las máquinas nos concedieran la facultad de elevarnos sobre nosotros mismos, sólo las palabras, a través de la imaginación, nos permitieron contemplar lo que somos desde la distancia. El problema de esta adictiva metáfora alada es que, cuanto más ascendemos, más pequeños e insignificantes nos vemos.
¿Y el viaje, que es el viaje para usted? El vuelo del hombre le acompañó largos años, le llevó al punto del trastorno, un proceso complejo y a veces doloroso. ¿Es uno de "esos libros que no se escriben, sino que se llevan dentro" y que un día por fin salen?
Escribí este libro durante un largo viaje. Viví muchas aventuras, pero me resulta muy difícil, diría que casi imposible, escribir sobre mí mismo. Esta reticencia o limitación obedece a una mezcla de pudor, o timidez mal gestionada, y respeto profundo por el lector: en el fondo no puedo evitar pensar que mi vida, con sus vicisitudes y atractivos, no le interesa a nadie. Y está muy bien que así sea. En aquella época estaba perdido y trataba de buscarme en los sitios más insólitos. Fui testigo de cosas increíbles: olas de 20 metros en el Paso de Drake que casi tumban el rompehielos en el que me enrolé, un gigantesco tornado engullendo casas a su paso por Misuri y hasta convencí a un amigo que trabajaba en una inmobiliaria de Nueva York para que me dejara okupar los pisos que nadie quería (afortunadamente, el plan no funcionó). No sé por qué hice todo aquello, pero desde luego no para contarlo.
De hecho ninguna de esas andanzas se cuelan en la trama del libro, que sin embargo rezuma aventura. La única coincidencia tal vez la encontramos en el viaje y estancia de Marín en Valparaíso, ¿allá fue a robarse a sí mismo el manuscrito que dio lugar a esta novela?
En realidad, la mayor parte del tiempo lo pasé en la más absoluta soledad: en una cabaña a las afueras de Siren (Wisconsin), donde cada mañana me despertaba un oso husmeando en el cubo de la basura, o en un refugio en las Torres del Paine (Patagonia), durante parte del verano austral, incluidas las fiestas de Navidad, sin otra compañía que la de un caballo (Charki se llamaba) y un eBook atestado de libros. Leí compulsivamente, hasta tres novelas en un día, y hubo un momento en que no sabía muy bien dónde me encontraba. Me costaba hablar, relacionarme con la gente. Es posible, no lo niego, que muchas de aquellas experiencias al límite influyeran en mi forma de escribir y acabaran dejando un rastro inmanente en la novela, pero no fue algo premeditado ni tampoco de efecto inmediato. Si en algún caso llegó a producirse el trasvase fue sólo después un lapso vital, un tiempo de olvido y digestión. Lo sé porque lo que entonces me parecía una heroicidad digna de una novela de Jack London o Melville en mi memoria ha adquirido la sustancia cómica de una escena de Chaplin. Lo cual está muy bien porque una cosa es tomarse la literatura en serio y otra, bien distinta, creerse que uno merece la misma consideración.
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